Hace unos días, a la vuelta de un viaje en familia por el sur de España, contraje un virus estomacal. No fue uno de esas afecciones violentas que le mantienen a uno recluido en su casa, cautivo de sus desajustes orgánicos y en un casi continuo trance de evacuación. Fue una dolencia molesta, sí, pero de una intensidad sobrellevable. Sus síntomas eran esporádicos. Parecía como si el virus —al contrario que otras cepas menos benignas— no respondiera a la necesidad de ejercer un dominio aplastante sobre la integridad de mi organismo. Esta variedad en concreto se limitaba a hacerse presente por medio de espasmos imprevisibles, como si cada cierto tiempo se contentara con recordarme que seguía en mi interior, obrando su misterioso cometido.
Pasaban los días y los síntomas persistían. No se constataban indicios de agravamiento, pero tampoco había señales de una mejoría capaz de prestar un par de frágiles alas a mi ánimo alicaído. La situación parecía estancada. Debía aceptar, de nuevo, mi insignificancia. Por enésima vez, un ente microscópico había burlado las aduanas de mi sistema inmunitario y, durante un lapso de tiempo cuyo alcance se me escapaba, este exiguo alien iba a alzarse como vencedor indiscutible en el marco de la eterna contienda por la supremacía biológica.
La enfermedad entró, pues, en una fase de regularidad que invitaba a la resignación. Toda patología, por leve o transitoria que resulte, nos vuelve extraños para nosotros mismos. Nos convierte en intrigados observadores de los cambios que se gestan en un cuerpo al que, en condiciones de normalidad funcional, no solemos prestar atención. Durante un tiempo, se crea una situación de excepcionalidad cuyas repercusiones, antes o después, alcanzan ciertos estratos mentales. En el caso del virus al que durante varios días serví de anfitrión, su nivel de agresividad no resultó lo bastante alto como para dejarme incapacitado, por lo que me sentí en la obligación de seguir adelante con mis tareas habituales. Pero había un problema, y el problema era que, pese a la supuesta inocuidad del patógeno, su acción erosiva iba haciendo mella. El desgaste físico (la fatiga crónica, el entumecimiento de las articulaciones, el lastre creciente en que a lo largo de cada jornada se iba convirtiendo mi cuerpo) redundaba en un malestar más íntimo. Me precipité en una especie de lasitud ponzoñosa, en una abulia que contenía un punto de perversidad toda vez que, sin mayores remordimientos, me tentaba a abandonar mis obligaciones y a desentenderme por completo de lo que me rodeaba.
Y entonces sucedió algo que debía haber previsto: el virus se propagó al resto de la familia. No vamos a negar que el panorama adquirió una tonalidad un tanto desalentadora. Los niños pasaron a habitar una suerte de interregno. Alternaban momentos de actividad y buen humor con otros de un abatimiento que, a pleno día, les llevaba sumirse en un sueño profundo. De tanto en tanto, nos dejábamos caer en algún sillón, rendidos. Nos mirábamos unos a otros con rostros apagados, con sonrisas languidecientes. Así pues, la vida continuaba, desde luego, pero era una vida a media luz, apática y quebradiza, premiosa y deslucida por una sombra permanente de desgana.
La cuestión es que en algún momento de mi convalecencia, se me ocurió que esta pequeña nota biográfica —una perfecta minucia, por lo demás, asimilable a millones de experiencias análogas— podía admitir una traslación más amplia. Pensé que hay también un componente vírico en la asombrosa pasividad con que nuestras sociedades democráticas, opulentas y perfectamente informadas asisten al espectáculo de su demolición. Tiene que haberlo. Un virus indetectable, como salido de alguna película de Shyamalan, pero que alcanza hasta lo más profundo de las conciencias y se apodera de ellas y anula toda voluntad de reacción. Un virus que no nos impide ver la debacle, incluso identificar algunas de sus causas, pero que a la vez nos deja postrados en un quietismo suicida, mirándonos unos a otros con expresión alelada y perpleja, como si la realidad no fuera lo que vemos y lo que vemos fuera el escenario de un mal sueño que acontece en una jurisdicción ajena sobre la que no poseemos ningún margen de actuación.
¿De dónde procede este virus? ¿Cuál es la vía por la que se propaga? ¿Es acaso a través de la televisión, ese potentísimo instrumento de distorsión cognitiva que consigue que las mentiras difundidas por el poder tengan un rango de aceptación mayor que las evidencias incontestables de los hechos? ¿Es quizá por medio de un sistema educativo al que le ha sido encomendada la tarea de fabricar individuos estabulados, carentes de auténtico soporte cultural e indefensos frente las coacciones de la corrección política? ¿Es gracias a la purulencia de un orden estatal en manos de una casta que se sirve a sí misma a través del sometimiento de la nación a intereses bastardos? ¿Es de la matriz misma de esta sociedad de donde procede el virus, de una sociedad desvertebrada, anómica, hecha al estilo de vida hedonista y sin más horizonte inmediato que asegurarse un precario bienestar individual que le aísle en lo posible del árido panorama que la rodea?
A estas alturas del artículo, dejo a mis improbables lectores la respuesta a esas preguntas. Por mi parte, sólo quedaría añadir que el virus que visitó nuestra casa acabó desapareciendo. Cumplido su ciclo biológico, se desvaneció sin dejar secuelas. Temo que en ese otro caso que nos ocupa, el diagnóstico resulte algo más problemáticos y la expectativas de recuperación un tanto menos halagüeñas.