«Ser es defenderse», Ramiro de Maeztu
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Este artículo se publicó en La Gaceta antes de convertirse en La Gaceta de la Iberosfera, no siendo entonces propiedad de Fundación Disenso.

El infierno político está lleno de buenas intenciones

28 de septiembre de 2016

El 26 de septiembre de 1946, en su famoso discurso de Épinal -casi tan famoso como el de Bayeux – Charles de Gaulle se negó a aceptar el proyecto de constitución democrática que estaba a punto de aprobarse. En nombre de “Francia, sólo Francia y Francia por encima de todo”, el general creía que hacía falta un presidente de la República, jefe del Estado con amplios poderes, y no un régimen decididamente parlamentario. Los franceses no le hicieron caso y votaron la Constitución que él rechazaba. Más de una década después llegó su venganza, fue llamado al poder e hizo la Constitución que quiso; pero aún hoy cabe preguntarse si pensaba en una Francia grande y fuerte, o más bien en un De Gaulle grande y fuerte. Más que nada a la luz de los resultados de su vida pública medio siglo después de morir él.

No es un caso único: unos cuantos Budas políticos se presentaron como defensores de la fuerza, la grandeza y la identidad de sus viejas naciones imperiales, y terminaron poniendo las bases de sus actuales problemas y decadencia. Lo hizo De Gaulle. Lo hizo Winston Churchill. En escala mucho menor ¿lo hizo José María Aznar?

Fernando García de Cortázar recordaba no hace muchas semanas uno de los mejores párrafos literarios del general y presidente: “Durante toda mi vida, me he hecho una cierta idea de Francia. En ello me ha inspirado el sentimiento, pero también la razón. Francia solo puede ser ella misma situándose en el alto nivel que le corresponde; que solo grandes empresas pueden compensar los fermentos de dispersión que el pueblo lleva consigo… Para decirlo con brevedad: según creo, Francia no puede existir más que en la grandeza”.   Y sin embargo…

De Gaulle, a través de la Francia Libre, contribuyó a la victoria aliada de 1945. Consecuencia necesaria de esa victoria fue el dominio mundial material y moral de los Estados Unidos, por mucho que esto molestase al general. Eso puso las bases del fin del imperio francés, a lo que teóricamente De Gaulle se negaba. Y al final del proceso, él mismo fue llamado de vuelta al poder el 13 de mayo de 1958, ante el terrorismo y el separatismo y viendo la impotencia del Gobierno de Pierre Pflimlin, para defender la Argelia Francesa. Incoherente con sus palabras pero coherente con el resto de su vida pública, De Gaulle se benefició de la operación ‘Resurrection’, y fue capaz de gritar «Je vous ai compris» a los rebeldes de Argel, y de decir en Mostaganem «vive l’Algérie Française de Dunkerque à Tamanrasset». Rápidamente se convenció de que lo mejor (materialmente) era aceptar la secesión, lo que ahorraría a Francia (la Francia restante, hexagonal) dolor, gastos y preocupaciones. Traicionó otra vez a los suyos. Sin duda, un hombre ‘moderno’. Constitucional. Alguien que «no se escandalizaba», que ponía la economía, la riqueza y el bienestar por encima de todo, y que lo mismo que apeló a unas leyes para negar la independencia estuvo dispuesto a cambiarlas para hacerla posible. Es lo que tiene el patriotismo constitucional: De Gaulle entregó Argelia, junto con lo que quedaba de la grandeza geopolítica de Francia, al terrorista Ahmed Ben Bella. Desde entonces, Francia ha basado su ‘grandeza’ en el éxito económico y el bienestar. Y para ello se abrió a una inmigración masiva. Y ahora tiene que agradecer a De Gaulle las consecuencias de todo ello.

Buscando la grandeza en la democracia, se sublevó contra las instituciones de su país. Buscando la grandeza en el imperio, se benefició de un golpe de Estado. Buscando la grandeza en el capitalismo, rompió la unidad cultural de su país. Buenas intenciones, sin duda; pero de buenas intenciones el Infierno está lleno.

Tampoco fue el primero, ni el único. Churchill tuvo calidad literaria e imaginación en medida aún mayor que de Gaulle. Toda su vida se llenó la boca y las páginas de su Rey, su Imperio y su honor. Sin embargo, vivió cambiando una y otra vez de partido, sacrificando vidas a sus ocurrencias y renunciando ora a la autoridad y poderes residuales del rey, ora a la unidad del Imperio, ora a su independencia real. Como De Gaulle, terminó sentando las bases de un Estado que cifra su identidad en la democracia -sólo- y su éxito en la riqueza, versión capitalista -sólo o con decoración social. Y como De Gaulle, ese Estado, secundario en el mundo del siglo XXI, tiembla cuando se plantea un retroceso económico o demográfico, o cuando se entrevén las consecuencias de una inmigración en masa, necesaria para una cierta economía pero incompatible con la identidad profunda de sus tierras.

¿Son De Gaulle o Churchill unos fracasados? Sin duda, no lo fueron al menos en partes de sus vidas. Pero a largo plazo, sembraron las bases de la ruina de lo que ellos mismos dijeron defender. Prefirieron éxito a corto plazo y cerraron los ojos a lo que ha venido después. Si uno acepta que la identidad de su nación sea sólo la democracia y los derechos del hombre, no podrá negar la secesión de sus partes, ni la independencia de sus posesiones. Si uno cifra el éxito en las cuentas, no puede lamentar que haya rebeldes   populistas cuando el bienestar queda en duda. Y si trae millones de personas con otra identidad por razones económicas, no puede permitir que conservando su identidad ahoguen la del país. 

Y bien, no puedo evitarlo: lo que prefiero de Bayeux es el tapiz, y el recuerdo de la identidad europea real y profunda, hoy en verdadero peligro. Mucho más que el recuerdo de unos hombres que, en homenaje a su propia grandeza, negaron la de sus países o la definieron de un modo cuyo precio tenemos que pagar hoy. Elevarlos a modelos quizá fue inevitable en 1945. Hoy no lo es, y cuando haya una generación de políticos convenientemente alfabetizada será bueno que reflexionen sobre estas cosas.

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