La aparición de comunicadores informales en las redes sociales que reunen miles y hasta millones de seguidores es un fenómeno nuevo que la política profesional debiera analizar. Este fenómeno está ocurriendo a lo largo de América y España.
Esos, en su mayoría jóvenes, youtubers que luego el mundo virtual reconoce como ‘influencers‘ tienen una explicación sociológica. Ellos se han transformado en la voz de la gente de a pie, de los anónimos; infinidad de personas se identifican con sus discursos, en muchos casos no demasiado ilustrados pero en ninguno, políticamente correctos.
Ellos vinieron a ocupar un vacío. No compiten con el periodismo; por el contrario, a veces lo complementan porque van más allá al no tener editores que limitan el tono o contenido de sus comentarios y eso enriquece la información que brindan y el debate que abren. Su función social es decir en voz alta. Y la popularidad que alcanzan indica que dicen lo que muchos piensan.
La reticencia de la política tradicional a reconocer a estos nuevos voceros populares es elocuente. Los burócratas creen que ignorándolos evitan darles espacio
Ahora bien, ¿no es esa la tarea de la política? Los partidos nacieron para representar al ciudadano, elevar propuestas a la sociedad, implementarlas y modificar la realidad para mejorar la calidad de vida. Tras las elecciones y según queda conformado el mapa político y el reparto de poder, a unos les toca poner en práctica dichas propuestas y a otros, ser disidencia. Pues en la sociedad actual está fallando el rol de la disidencia.
El Siglo XXI encuentra un planeta sumido en una decidida lucha de valores. El embate es cultural. Entre la década del ‘60 y fines del Siglo XX, la izquierda probó en diversos territorios la imposición de su ideología por la fuerza. El terrorismo hizo pie en muchos países de América y también en España. Y como en todos los casos fue derrotado, ahora viene envuelto en consignas que suenan nobles: el ecologismo, el feminismo, el pluralismo, el cuidado de los bosques, los animales y el planeta. Todo muy lindo si no fueran el disfraz tras el cual la dictadura de las minorías esconde un decidido embate a la libertad.
Frente a esta agresión a los valores compartidos, a las tradiciones y al intento cada vez más explícito por reemplazar nuestra cultura y hasta nuestro idioma, las disidencias se muestran débiles, complacientes y tibias, a diferencia de grandes sectores sociales que reclaman no bajar la cabeza frente al autoritarismo sino darle batalla.
Se abre la ventana de los ‘influencers‘ cuando la política no hace lugar al reclamo general y no lo representa
Así las cosas, se hubiese esperado una reacción más firme de “las disidencias”. Sin embargo, no se las escucha. Practican el buenismo y el seguidismo: toleran, ceden y callan, como adolescentes intentando la aceptación general, objetivo inviable. No se puede conformar a todos y hoy es preciso tomar posición.
Este proceso de avance, sin la violencia explícita de la guerrilla, viene ocurriendo hace tiempo. La política, transformada en casta, vive su mundo de excepciones y, en lugar de ofrecer resistencia a la degradación de las libertades individuales, se va amoldando.
Ahí se abre la ventana de los ‘influencers‘, cuando la política no hace lugar al reclamo general y no lo representa. Porque, en el fondo, la disidencia se plegó al sistema, vive de él y disfruta sus privilegios. No quiere cambiar las cosas, sino tan solo reemplazar a los que están por ellos.
La reticencia de la política tradicional a reconocer a estos nuevos voceros populares es elocuente. Los burócratas creen que ignorándolos evitan darles espacio. Ojalá no les ganen la pulseada. Ojalá que el discurso de quienes alzan la voz contra la corrupción del sistema resuene más fuerte que las risotadas del status-quo.