He estado ausente de España dos semanas vagando por latitudes remotas en las que la naturaleza todavía es virgen y la cobertura para comunicaciones electrónicas intermitente y escasa. La enorme distancia geográfica y el profundo cambio de entorno humano y paisajístico bajo cielos distintos y surcando mares ignotos lo relativiza casi todo y presta una especial lucidez a la percepción de los acontecimientos en la pequeña Europa y en la minúscula España. Durante esta ausencia tan intensa en lo espacial y en lo psicológico se ha producido la confesión forzada del Muy Honorable que ha supuesto el reconocimiento público de que no ha sido otra cosa a lo largo de toda su vida política que un impenitente y esforzado ladrón envuelto en la cuatribarrada para facilitar sus fechorías. Aunque su declaración de culpabilidad no ha revelado nada que no se supiese ya -Pasqual Maragall lo había proclamado en sede parlamentaria antes de entrar irreversiblemente en la oscuridad-, lo que es nuevo es que a partir de su ominosa nota, nadie podrá pretextar ignorarlo. El régimen de 1978 es un teatro en ruinas del que se van desprendiendo fragmentos y la caída del mito Pujol ha representado el hundimiento de una parte sustancial de su techumbre. De forma sucesiva se van produciendo las noticias que nos indican el final de un ciclo histórico. El saqueo sistemático del presupuesto por parte del PSOE andaluz y de la UGT, la extraña relación con la verdad del Presidente del Gobierno al afirmar en la tribuna del Congreso que su partido jamás había tenido contacto alguno con dinero negro, las cuevas de Alí Babá que han sido durante lustros las Administraciones valenciana y balear, la utilización impúdica de las Cajas de Ahorros como abrevaderos abundantes de formaciones políticas y sindicatos, la desviación multimillonaria de fondos destinados a la formación de parados a los bolsillos de una caterva de desaprensivos, la organización por parte del gobierno andaluz de una trama de robo de su propio erario en beneficio de una banda de delincuentes con despacho enmoquetado y cartera consejeril, son otros tantos hitos del derrumbe general de un sistema, del desprestigio definitivo de una clase dirigente y de la fragilidad de una arquitectura institucional.
La corrupción es inevitable porque forma parte de la condición humana y no hay sociedad a lo largo de la historia que se haya salvado de sus estragos. Lo que es preocupante en el caso español actual es la falta de reacción de la ciudadanía, más allá de un cierto castigo electoral a los dos grandes partidos. La demolición del edificio constitucional de la Transición tiene lugar en episodios parciales, como una novela por entregas de la que los pacientes y pasivos lectores aguardan resignados el desenlace sin capacidad ninguna de influir en su contenido. La inmensa mayoría de los españoles se encuentra sumida en la insensibilidad moral y en la apatía de conciencia que presagia una discontinuidad traumática en nuestro devenir colectivo. A los que hemos venido anunciando tal desgracia y diagnosticando la gravedad de los problemas estructurales que nos aquejan desde hace mucho tiempo, siempre nos quedará la duda de si hicimos bastante para despertar a nuestros compatriotas de su ensoñación abotargada. En cualquier caso, frente a los que nos han arrastrado al fracaso con su incompetencia, su sectarismo y su venalidad, siempre quedaremos del lado bueno de este drama.