«Ser es defenderse», Ramiro de Maeztu
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Este artículo se publicó en La Gaceta antes de convertirse en La Gaceta de la Iberosfera, no siendo entonces propiedad de Fundación Disenso.

Isidoro no lleva coleta

19 de enero de 2015

Como Luis María Anson -ay, cuánto daño ha hecho su afán de que el progresismo le extendiese un carnet de demócrata- no dejaba de repetir que Felipe González era un gran estadista, al final el sevillano terminó creyéndoselo, y ahora se mira al espejo y es capaz de pensar que sus canas se parecen algo a las de Adenauer. Así, con pose de Séneca, el expresidente socialista se ha desmarcado del neorojerío de Podemos diciendo que los de la coleta no tienen proyecto para España, y al decirlo ha conseguido que por primera vez me caiga simpático Pablo Iglesias, incluso se me ha mejorado esa imagen repelente, tan de jefe de checa, de Errejón. Los he visto distintos, menos pésimos, porque cualquier iniciativa política que quiera sacar a este país de la ruina a la que se dirige debe contar con la desaprobación de Felipe.

Nadie duda del peso del personaje en la historia de la política, del bandolerismo, y los servicios secretos, y si lo podemistas de verdad quieren acabar con la casta -que tengo serias dudas, porque en todos los pachones cuenta más su deseo de sustituir a los privilegiados que de abolir los privilegios- lo primero que tiene que hacer es estudiar a fondo, hasta las alcantarillas, el personaje, la persona y la obra de González, el gran estadista de la partitocracia.

Nada de lo que ocurre ahora se entiende sin ese abogado sevillano de clase media, ni siquiera el hecho de que estén desapareciendo las clases medias. Eso no quiere decir que todo lo malo que nos aqueja se le pueda achacar a su persona, ni mucho menos, pero en Felipe mejor que en nadie, exceptuando a Janli Cebrián, se puede diseccionar a una generación que recibió la herencia más opulenta de la historia nacional, y que nos ha legado una especie de siglo XIX pero con mezquitas. Su evolución vital es apasionante como un folletín: desde el Isidoro de aquella clandestinidad de plexiglás, hasta las alfombras mullidas de los consejos de administración de las grandes multinacionales -él inventó las puertas giratorias-; del empeño incansable en conseguir la amnistía de los terroristas, a presidir el gobierno de los GAL -en ese analfabetismo político y del otro, que le hacía firmar con una X-; del congreso de Suresnes, tutelado por Carrero, a llevar el maletín del millonario de turno y convertirse en terrateniente de una Andalucía arruinada.

Y, por encima de todo, quedarán para la historia esas dotes casi mágicas de charlatán de feria, capaz de vender cien años de honradez en la época en que política y corrupción se convirtieron en sinónimos, o de entrar por la puerta de la OTAN casi al regreso de la Marcha a Torrejón. Quizá de tantos vaivenes surgiera el rumor callejero de que padecía un trastorno bipolar.

Sí, cualquier proyecto nacional debe abordar la historia de Felipe, porque los estómagos agradecidos de su generación hasta ahora no han hecho más que hagiografías sin un asomo de pudor. Pero no creo que los podemistas se atrevan a contar la verdad de Isidoro, ese hombre nefasto sin el cual ellos nunca hubieran existido. Porque casi le deben tanto como a Arriola.

 

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