«Ser es defenderse», Ramiro de Maeztu
Enrique García-Máiquez (Murcia, pero Puerto de Santa María, 1969). Poeta, columnista y ensayista. Sus últimos libros son 'Verbigracia', (2022) poesía completa hasta la fecha; y 'Gracia de Cristo' (2023), un ensayo sobre el sentido del humor de Jesús en los Evangelios
Enrique García-Máiquez (Murcia, pero Puerto de Santa María, 1969). Poeta, columnista y ensayista. Sus últimos libros son 'Verbigracia', (2022) poesía completa hasta la fecha; y 'Gracia de Cristo' (2023), un ensayo sobre el sentido del humor de Jesús en los Evangelios

Jo, jo, jo

26 de febrero de 2025

Jamás presumiré de que he defendido en soledad el conservadurismo. Por dos razones profundamente conservadoras. La principal, porque no es verdad. Y la segunda, porque la queja trae descrédito. En la defensa del conservadurismo, siempre estuve magníficamente acompañado por grandes maestros vivos o muertos, que esa condición, entre conservadores, es un detalle de poca importancia. Entre los vivos, me precedían en todos los sentidos don Gregorio Luri y sir Roger Scruton; y, entre los muertos, Edmund Burke, el conde de Maistre, el vizconde de Chateaubriand y el marqués de Valdegamas, si me permiten el dropping names. Presumir también trae descrédito, pero ese me lo permito.

En cualquier caso, descartada la quejumbre, es cierto que durante mucho tiempo poca gente defendía el conservadurismo. Era una etiqueta que traía descrédito, desdén y, además, desconcierto. Todo el mundo recuerda a Rajoy diciendo que si alguno se consideraba «conservador» que se largase corriendo del PP y fundase otro partido. También había (aunque mucho más acogedores) reaccionarios que te consideraban «un progre de tránsito lento», porque, aunque comprometido con la causa contrarrevolucionaria, quizá te tomabas la pelea con buen humor y hasta con una pizca de ironía.

El caso es que ahora contemplo entusiasmado cómo esos años de travesía del desierto han quedado definitivamente atrás. Hoy todo el mundo está empeñado en ser conservador. FAES, que parece una franquicia para sordos, ha afeado a la Conferencia de Acción Política Conservadora (Conservative Political Action Conference) no ser lo suficientemente conservadora. Los conservadores son ellos. Jo, jo, jo. Qué risa, a estas alturas. Embalados, se marcan hasta un requiebro confesional: «La convención de Washington ha tenido de “conservadora” lo que el Palmar de Troya tuvo de católico».

Hasta mi admirado Ignacio Peyró, que no se olvidó de vivir, escribe en El País en la misma línea. No le gusta el estilo sport de triatleta de Santiago Abascal y no lo considera conservador. Yo jamás dejaría de considerar conservador a Peyró, que ha conservado muchas cosas muy bien, como su interés por la buena prosa, por la buena mesa, por la mejor Inglaterra.

Creo que aquí está el quid de la cuestión, y lo creo porque no lo digo yo sino Paul Valéry: la cuestión fundamental del conservador es la respuesta que da a la pregunta sobre qué merece la pena conservar. Si uno cree que merece la pena conservar la etiqueta y los zapatos Oxford (por decir), tendrá toda mi solidaridad, y que cuente conmigo para echar la tarde; pero que no cuente para negarle el título de conservador a quien quiere conservar la unidad de España, la importancia del acceso a la propiedad privada de los jóvenes o que trata de ponerle un freno al aborto.

No hay una ortodoxia conservadora, aunque algunos conservadores queremos conservar también la ortodoxia católica. Lo dijeron Michael Oakeshott, Peter Viereck, João Pereira Coutinho, Josep Pla, Russell Kirk, Olavo de Carvalho…, cada uno con su acento y su entonación: el conservadurismo es un instinto o un sentimiento que cree que merece la pena dar la batalla —en un frente o en otro— al progresismo y la revolución. En cuanto tal, no admite ortodoxia, sino gradación.

No siendo una ideología come il faut, caben todos. No se puede depurar a ningún conservador ni negarle tal condición porque su sensibilidad no coincide con la mía. Lo más que se permite es distinguir entre unos conservadores y otros según qué cosas elijan defender. Están los famosos conservaduros, o conserva-euros, para los que la economía (suya) es lo único que importa. Luego están los conservaestatus. Y podríamos seguir. Hay algunos conservadores que sólo quieren conservar el nombre de tales cuando otros defienden la bandera, pero que, si no la defiende nadie, ellos la sueltan con asco. Tiene razón Peyró en que hacen falta muchos matices, pero está de más poner a nadie en el índice.

Mi matiz es que el mejor conservadurismo será el que defienda la verdad, la belleza y el bien. Con la medida de los trascendentales, puede uno encontrar unas propuestas conservadoras más valientes y atrevidas, y otras más tímidas y ventajistas. Hay que escucharlos a todos dándoles el beneficio del respeto, y aprendiendo (aprehendiendo) de cada cual lo valioso (o lo divertido o bonito) que aporte. Sir Roger Scruton decía que la paronomasia era un programa: ser un conservador es ser un conversador.

Claro que, para mantener la conversación, hay que saber lo que uno prefiere mantener. Por ejemplo, quien defienda la vida, que es lo primero que por instinto de conservación hay que defender, me tendrá muy a favor. También la cultura occidental. Y la libertad de conciencia y la de expresión. Ese contenido de mínimos lo han defendido, en el discutido congreso de Washington, J. D. Vance, Giorgia Meloni y Santiago Abascal. A mí, si me hablan de la filosofía griega, del Derecho Romano y de la fe judeocristiana, entiendo bien qué se quiere conservar, y me intereso.

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