Cada uno se gana la vida como puede, pero debe ser terrible hacerlo como Pachi López, felpudo de etarras y profesor del peor internado con los periodistas más bisoños del Congreso. Josué, Vito y Ndongo sufren la censura de forma habitual, pero son como fantasmas porque sus compañeros acreditados en el parlamento hacen como si no existieran cuando toman la palabra durante las ruedas de prensa.
Ellos preguntan y López contesta con ese tono perdonavidas que los espíritus más serviles con el jefe dedican a los más débiles, quizá en revancha por la vergüenza insoportable que siente ante el espejo. «¿Has visto cómo te miran tus compañeros?», le dice desafiante el portavoz socialista al licenciado Vito Quiles, algo de lo que no puede presumir Pachi, que jamás acabó la carrera. Qué más da —debió de pensar— cuando a los 28 años ya sentaba sus posaderas en un escaño.
Con su silencio, el resto de los periodistas legitima la mordaza que finalizará con una probable retirada de las credenciales a quienes son señalados por el poder. Ya lo han intentado, como aquella vez en que los jefes de prensa de todos los partidos que apoyan a Sánchez registraron un escrito para expulsar a los medios incómodos.
Las asociaciones de la prensa se esconden, los periodistas que hicieron la Transición se escandalizan en privado lo que callan en público y nadie alza la voz contra la violación permanente de un derecho constitucional, el artículo 20, que reconoce y protege el derecho a comunicar o recibir libremente información veraz por cualquier medio de difusión. Este derecho —advierte la moribunda Constitución— no puede restringirse mediante ningún tipo de censura previa.
La omertá que impera en la carrera de San Jerónimo ha tenido una excepción, que siempre hay un justo en Sodoma: un reportero de Onda Cero con veinte años de profesión —casualidad, ajeno a las pandillitas que pululan por la cámara— alzó la voz cuando vivió in situ el atropello habitual en cada rueda de prensa. Esta semana, con la imputación del fiscal general caliente, Bolaños contestó a Vito que sólo responde a periodistas. Enfrente había más de veinte. Ninguno protestó. Tampoco lo hicieron cuando a Quiles le llamó ‘saco de mierda’ el ministro Puente al que la prensa seria, en agradecimiento, le preguntó antes de un pleno cuál era su canción favorita de Taylor Swift.
Otro de los apestados habituales es Josué Cárdenas, que también ha vuelto a sufrir la censura, pero de una forma más sutil, que hasta Podemos y Bildu guardan más las formas que Pachi López. A Josué ya no le dejan preguntar porque varios jefes de prensa portan un micrófono de mano que sólo ceden a los periodistas de confianza para evitar preguntas incómodas. Rufián, a veces separatista, otras izquierda-de-los-cuidados, pero siempre aferrado al sillón, ridiculizó al locutor Javier García Isac por su dificultad al pronunciar debido a que no tiene paladar.
En el libro El director David Jiménez, ex de El Mundo, denuncia la corrupción del periodismo. Habla de sobresueldos e intereses compartidos entre prensa y política. Pero hay más ante nuestros ojos. La atmósfera del Congreso, como de gran opereta, descubre el telón tras el cual todos interpretan un papel, como en esas cenas de Navidad donde la prensa premia a los políticos y beben juntos elixir democrático hasta altas horas de la madrugada.
La vida parlamentaria también revela escenas definitivas. Los periodistas de los principales diarios pasan más tiempo con los políticos que sus propios asesores, comparten mesa, mantel y escalope en La Ancha y van a los toros por la patilla mientras presumen de ser el cuarto poder. Lo dicen en serio y adoptan un tono entre campanudo y solemne que mueve a la risa, por eso hay que reconocerles un gran sentido del humor. Ellos se ven como los grandes cronistas parlamentarios cuyos retratos cuelgan de la galería que conduce a la sala de prensa del Congreso: Pla, Galdós, Camba, Ruano, Azorín…
Así es la prensa seria, que le sigue el juego a Pachi López y felicita a Bildu cuando su voto es decisivo para sacar adelante alguna ley del Gobierno. Por arte de magia los pistoleros de ETA se convierten en gudaris de lo público, benefactores de jubilados y dependientes. Ellos están con los que sufren, son la voz del pueblo, por eso cuando sus empresas están al borde de la quiebra llega la señora Botín a refinanciarles la deuda.
Claro que si el debate público es mutilado y la censura avanza en el parlamento es culpa también de quienes en la derecha creen que defender a Ndongo, Quiles y Josué es una vulgaridad. Bah, pero si estos chavales no han leído las obras completas de Dostoievski (spoiler: ellos tampoco) y no saben hacer la «o» con un canuto. Quienes así hablan reflejan la ceguera propia del intelectual enjaulado en su torre de marfil, de espaldas a la calle, que desprecia a quienes hacen más por la libertad que cien ensayos juntos. Al lado de esta tropa, Vito y Josué son una mezcla entre Kapuscinski y Chaves Nogales, y para periodista de raza Bertrand Ndongo.
Que no se trata, en fin, de una defensa ad hominem de los susodichos, sino de una cuestión (la libertad) mucho más amplia. Por eso, los que callan ante la censura lamentarán haberlo hecho cuando la sufran en sus carnes. Como diría David Gistau —irónicamente ídolo de tanto pecho frío— los únicos huevos que quedan en esta profesión son los de Casa Lucio.