«Ser es defenderse», Ramiro de Maeztu
La Gaceta de la Iberosfera
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Rafael L. Bardají (Badajoz, 1959) es especialista en política internacional, seguridad y defensa. Asesor de tres ministros de Defensa y la OTAN, en la actualidad es director de la consultora World Wide Strategy.
Rafael L. Bardají (Badajoz, 1959) es especialista en política internacional, seguridad y defensa. Asesor de tres ministros de Defensa y la OTAN, en la actualidad es director de la consultora World Wide Strategy.

La amenaza de Andrómeda

20 de noviembre de 2020

En 1969, el siempre ingenioso escritor Michael Crichton publicaba una novela sobre la amenaza de un patógeno, espora, bacteria o virus, proveniente del espacio exterior y que llegaba a la Tierra en la superficie de un satélite. La novela fue llevada al cine en 1971, de la mano de Robert Wise, con mayor o menor fidelidad a la trama original.

El argumento era el siguiente: un satélite americano se estrella cerca de un pueblo de Nuevo México. Los lugareños lo encuentran antes que las autoridades con el resultado de que todos, excepto un anciano y un niño, mueren súbitamente.  Un equipo especial traslada a un laboratorio de alta seguridad y subterráneo tanto los restos del satélite como a los sos supervivientes, donde un grupo de científicos se enfrentan al germen, tratan de identificarlo y comprenderlo a la vez que luchan por dar con una cura. En medio de sus esfuerzos, el germen muta, funde el revestimiento del contenedor en el que estaba enjaulado y se escapa al exterior, contaminando toda la instalación.  Cuando la nube tóxica se dirige a la poblada costa Oeste, vuelve a mutar pero al alcanzar los principales núcleos de población, se ha vuelto ya inocuo para sorpresa de los científicos. La Amenaza de Andrómeda, título tanto de la novela como de la película, es una carrera sin fin entre la ciencia y el virus, entre el desconcierto, la ignorancia y la sorpresa. 

Hay cosas que los científicos saben que saben, hay cosas que saben que no saben; y hay otras cosas que no saben que no saben

Traigo a colación esta historia de ciencia ficción porque pone de relieve lo poco que sabemos sobre la vida y sus amenazas. Y lo poco que saben los científicos de lo desconocido, lógicamente. No es otra cosa lo que ha pasado con el virus chino que provoca la Covid-19. Ya vamos por cerca de 70.000 estudios científicos registrados desde el mes de marzo y pocas son las coincidencias en sus conclusiones. Y, sin embargo, lo que afirma el científico de turno se vuelve verdad absoluta hasta la siguiente verdad. Con unos medios de comunicación que ensalzan y entierran sin piedad las ocurrencias de unos y otros porque necesitan más carnaza con la que rellenar sus horas de emisión o sus páginas. De ahí que pasemos de oír que el virus no se transmite por el aire a que sí lo hace; quen no afectaba a los niños a que sí que se contagian y que pueden ser súpercontagiadores; que solo afecta a los mayores de 70 a infectar a todos y a todas; que la mayoría lo pasa como una gripe leve a que deja secuelas de por vida; que se puede viajar seguro en metro, pero contagiarse y morir en un restaurante… y así todo.

Yo no soy ni virólogo ni epidemiólogo y el único conocimiento directo que tengo de los coronavirus es haber pasado -sufrido- la gripe A. Pero habida cuenta de los errores de nuestros científicos, existentes e inventados, creo que mi sentido común y mi curiosidad, no desmerecen mis opiniones. Y por eso me atrevo a lanzar una hipótesis: ¿Y si la contención del virus no dependiera de lo que hiciéramos? ¿Y si la evolución de la pandemia tuviera que ver, en realidad, con la evolución del propio coronavirus? ¿Y si, hagamos lo que hagamos, estamos a merced del virus? Por ejemplo, mucho se estuvo hablando en mayo y junio de lo terrible que sería la segunda ola, a la que se asociaba al invierno y a la práctica social de estar hacinados en lugares cerrados y mal ventilados. Pero la temida segunda ola nos llegó en septiembre, mucho antes de que bajaran las temperaturas. Al mismo tiempo veíamos que una zona tropical, como es la Florida americana, alcanzaba sus mayores números de contagios, hospitalizaciones y fallecimientos en los meses de verano. En marzo, fue Nueva York la que registró los peores datos de la pandemia, para ir cediendo ese siniestro honor a otros estados a medida que corrían los meses. Ya he dicho que el epicentro en agosto fue la Florida, como ahora lo es Texas e Illinois. Madrid sufrió lo peor de la pandemia en marzo y fue relevada por Barcelona semanas más tarde hasta llegar a Aragón y Murcia. La segunda ola siguió un recorrido similar: de Madrid a la periferia. 

…si a eso le sumamos que nuestros políticos tienden a convertirse en seres sin escrúpulos y que cuando son jóvenes suplen su inexperiencia con soberbia y prepotencia

Los científicos y los supuestos expertos del gobierno achacan estas variaciones al comportamiento de los ciudadanos. Y nosotros, carente de otras referencias, tendemos a creérnoslo. ¿Pero y si no fuera cierto? ¿Y si el virus golpea con independencia de las medidas sociales que se han adoptado? Las estadísticas de la primera y segunda ola en Estados Unidos llevan a esa conclusión. Da igual si se adoptaron confinamientos o no, a la larga la tasas de contagio, hospitalizaciones y fallecimientos son similares en todas las zonas. La única diferencia es su concentración temporal. Pero cuando se piensa que hay ciudades, regiones o países que ya se encuentran a salvo gracias a las draconianas medidas de control social, la situación empeora de la noche a la mañana sin que nadie lo explique. Nueva York, Italia o Israel son algunos casos. Y como se empeora, se mejora. Si de verdad Díaz Ayuso se cree que sus medidas han logrado doblegar la segunda ola del virus en la capital, es una ingenua. Las localidades con medidas más estrictas deberían, por lógica, estar también mejorando. Y si no lo hacen, querrá decir algo…

Piénseselo dos veces cuando de nuevo nos vengan con la cantinela de que de ésta solo podremos salir con un mayor y estricto confinamiento

Si se me permite parafrasear a Donald Rumsfeld, diría que hay cosas que los científicos saben que saben, hay cosas que saben que no saben; y hay otras cosas que no saben que no saben. Y en mi opinión, las dos últimas pesan bastantes más que las certezas. Y si a eso le sumamos que nuestros políticos tienden a convertirse en seres sin escrúpulos y que cuando son jóvenes suplen su inexperiencia con soberbia y prepotencia, contamos con todas las papeletas para que tengamos que sufrir lo peor doblemente.  Si Luis Jiménez tuviera que compilar en la actualidad su popular Antología del Disparate, no se alimentaría de las respuestas de los malos estudiantes en sus exámenes, sino de las ilógicas, irracionales, arbitrarias y contradictorias medidas que las autoridades nacionales y autonómicas han ido adoptando para parecer que luchaban con conocimiento y eficacia contra el coronavirus. La eficacia ya la sabemos: 60 mil muertos y una segunda ola que no se detiene. Y eso sólo en la salud. Del conocimiento no hace falta que diga nada, basta con escuchar dos días a Fernando Simón.

Mi aviso: piénseselo dos veces cuando de nuevo nos vengan con la cantinela de que de ésta solo podremos salir con un mayor y estricto confinamiento.

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