Sobre el palimpsesto elaborado durante el franquismo («de la ley a la ley») que sirvió para imprimir la Constitución de 1978, flota el artículo 143, que dice textualmente lo siguiente: «En el ejercicio del derecho a la autonomía reconocido en el artículo 2 de la Constitución, las provincias limítrofes con características históricas, culturales y económicas comunes, los territorios insulares y las provincias con entidad regional histórica podrán acceder a su autogobierno y constituirse en Comunidades Autónomas con arreglo a lo previsto en este Título y en los respectivos Estatutos». Casi medio siglo después, el partido hegemónico de este periodo ha lanzado una novedosa idea: la autonomía 18.
El objetivo de tal autonomía, que tendría un carácter virtual, pues se trataría de un espacio jurídico, es facilitar a las empresas que operan en España sus trámites administrativos, hoy obstaculizados por multitud de regulaciones autonómicas y municipales. La idea, como tantas otras, procede de la Unión Europea, en cuyo seno se ha redactado el informe Letta, que propone crear un Estado ficticio, el número 28, en este caso. La iniciativa gubernamental, apenas esbozada, cuenta con un precedente, la ley de unidad de mercado redactada por el Gobierno de Rajoy, que las togas se encargaron de tumbar, pues atentaba contra las sacrosantas y constitucionales competencias autonómicas.
En un nuevo intento de llevar a cabo lo que, aunque no se diga, pues la palabra es un auténtico tabú, es una recentralización, el ministro de Economía, Carlos Cuerpo, ha convocado a las comunidades autónomas —está por ver quién acude— para tratar de ofrecer las bondades de una nueva autonomía que vendría a poner coto a las singularidades de las ya existentes. La conclusión que se extrae de todo esto es inmediata: la sola enunciación de este proyecto muestra hasta qué punto la tan publicitada como elogiada descentralización característica del Estado autonómico ha creado barreras internas que, sumadas a las lingüísticas, impiden la libre circulación de bienes, servicios y trabajadores, favoreciendo los intereses de las oligarquías regionales. La receta para revertir este proceso es, sin embargo, chocante. Solucionar los males autonómicos con más autonomías, esa es la receta del PSOE, mermado en algunas regiones por su entrega al golpismo y a su afán por colocar a Illa en la presidencia de la Generalidad para acceder al caladero de votos del PSC. El precio de la maniobra es conocido, nada menos que la concesión de una serie de singularidades, de privilegios, a los secesionistas, que contradicen frontalmente el proyecto de Cuerpo.
La 18, la autonomía 18, cuenta, sin embargo, con una serie de precedentes, en lo que se refiere al cuestionamiento de esta estructura. Alguno de ellos, inmediatos, como el intento de constituir la autonomía leonesa, con lengua propia incluida. Ello por no hablar de tentativas que se fueron al traste en su momento. Sirvan como ejemplo las provincias Segovia y Almería que, en su momento, se resistieron a formar parte de la comunidad a la que ahora pertenecen. El mero hecho de considerar el número de comunidades autónomas señala también a algunas que cristalizaron de manera anómala. Autonomías uniprovinciales que sostienen un enorme aparato burocrático necesitado de una justificación más profunda, más utilitaria que el mero interés de sus propios funcionarios.
Buena es, sin embargo, la apertura del debate autonómico. La mera consideración de tan innecesaria autonomía 18, pues bastaría con la recuperación de muchas competencias por parte del Estado, es una buena excusa para repensar determinadas singularidades. En concreto, y al hilo de la que se pretende otorgar a Cataluña, la que sostiene un cupo oscuramente calculado, del que se benefician quienes, al amparo de la muy constitucional Disposición transitoria cuarta, pueden borrar del mapa una comunidad autónoma española, para convertirse en un Estado independiente.