Toda ética es una teoría sobre la bondad, es decir, un conjunto de argumentos sobre lo que hace la gente buena. Los filósofos morales no «inventamos» éticas: nos limitamos a describirlas tras pulirlas con la reflexión, y nuestras propuestas, si no reflejan la realidad del bien tal y como este se produce en el mundo, son un delirio. Delirios (in)morales fueron por ejemplo los que produjo Nietzsche, de modo que sí, importa dar a la imprenta algo que, por contener mucha verdad y estar bien escrito, incite al bien, pero no, las éticas no son creaciones filosóficas. Las verdades morales se descubren, no se inventan.
He llamado «honor ético» a un acercamiento a la moral que consiste en lo que el DRAE apretadamente define en su primera acepción como «honor», a secas: «Cualidad moral que lleva al cumplimiento de los propios deberes respecto al prójimo y uno mismo». La persona honorable debe, y hace falta que haya muchas para que el mundo pueda sostenerse. El heroísmo no es sino un caso extremo de este honor: su materialización cuando las circunstancias y riesgos exigen un máximo de coraje. El héroe es ejemplar por ser frágil y falible; eso es lo que lo distingue del superhéroe, que sus poderes son ordinarios. A menudo y en el acto de servirnos a todos, los mejores mueren; en el mundo nunca faltarán cruces.
El sábado 3 de junio de 2017, Ignacio Echeverría va en bicicleta con unos amigos y ve a lo lejos cómo alguien parece estar pegando puñetazos a una chica. Hay un gran revuelo en la zona, carreras y gritos. ¿Qué hace Ignacio? Correr en dirección contraria a la de todo el mundo. Hay tres terroristas, uno de ellos en el suelo, apuñalando a la chica y a un joven caído junto a ella. Los terroristas portan cinturones explosivos y llevan grandes cuchillos atados a sus muñecas. Ignacio y sus amigos ven a seis policías uniformados correr hacia allí, pero cuatro se dan la vuelta y pasan delante de ellos; un quinto huye en otra dirección. El sexto se enfrenta a los terroristas, que lo apuñalan; se desploma. Cuando Ignacio llega al lugar de la agresión, un policía vestido de paisano se lanza sobre uno de los yihadistas, pero es apuñalado, cae y se hace el muerto para que no sigan agrediéndolo. Ignacio saca entonces su monopatín de la mochila y comienza a golpear a los asesinos. Se queda solo con ellos y defiende a los caídos; pero finalmente lo rodean, lo apuñalan y cae, y en el suelo es apuñalado de nuevo. Ya no es capaz de levantarse: muere desangrado.
Ignacio Echeverría lo arriesgó y lo perdió todo en la tierra por hacer lo debido. Decía Ralph Waldo Emerson que un héroe es solo alguien que es valiente cinco minutos más que el resto; con ese tiempo le bastó a Ignacio para hacerse sitio en el corazón de todas las personas de bien. Su bondad se derramó sobre el mundo, salvando algunas vidas en aquel puente de Londres, y muchas más después, a través de su ejemplo.
Las vidas heroicas son ejemplaridad que necesitamos para equilibrar el sistema de espejos que conforma nuestras sociedades, y para combatir a los mediocres, tan persistentes como dañinos. Hay mucha gente interesada en decir que todos somos la misma basura, porque eso los disculpa. Pero no, en modo alguno somos todos iguales. Imagine el lector unas montañas enormes; eso somos, y por eso, cuando se nos ve en la base (dignidad), se cumple lo que dijo Machado («Nadie es más que nadie»); pero al subir a la cumbre, la vista cambia. Esa diferencia de altura es un estímulo para las personas honorables —las que quieren ser buenas—; solo humilla a los mediocres y a los miserables.
Pero claro, los héroes molestan, porque la ejemplaridad no tiene nada que ver con señalar con el dedo y exigir cuentas, sino con que en un mundo en el que ha existido Ignacio Echeverría no se debe vivir como si no hubiese existido Ignacio Echeverría. Precisamente por esa razón necesitamos a los héroes, porque elevan de golpe nuestras exigencias morales. «Necesito un héroe»; era nada menos que 1986 y la galesa Bonnie Tyler reventaba las listas de éxitos con un tema —Holding out for a hero— en el que cantaba su anhelo de alguien que fuese «más grande que la vida». Así seguimos. Necesitamos de las virtudes grandes para contrapesar el sofocante espectáculo de lo insustancial y lo deplorable, jaleado en las redes sociales, en los realities y, en fin, por todos los que se lucran con nuestras bajas pasiones. Necesitamos a Ignacio, saber que nos mira.
El heroísmo es concéntrico con la santidad para los cristianos. Este heroísmo y esta santidad son una impugnación de la cultura inmoral de la «resiliencia»; un ariete contra quienes intentan convencernos de que hemos venido a este mundo a adaptarnos. No es así en cada ocasión en que la dignidad propia o ajena está en juego. Cuando el fanatismo mostró su cara más violenta se topó con Ignacio, un hombre bueno. «Gran parte de la bondad consiste en querer ser bueno», decía Séneca en una de sus gloriosas cartas. La libertad, tal y como nos enseñó Ignacio, no es más que el derecho a hacer lo debido. Esto es lo que no nos cuentan de la libertad quienes nos quieren débiles y obedientes: que no hay persona más libre que la que da respuesta al prójimo y hace lo bueno.
Escribe C. S. Lewis en Mero cristianismo: «Podríamos pensar que Dios quiere simplemente la obediencia a un conjunto de reglas, pero lo que quiere en realidad es personas de un tipo particular». Ignacio fue un ejemplar extraordinario de esa horma de la bondad, y por eso lo veneramos. Pero aquí el pasado no es el tiempo verbal correcto: no fue, sino que es, porque sigue entre nosotros, produciendo bondad en el mundo. Sabemos que nos hacemos buenos imitando a los héroes, incluso antes de ser capaces de razonar sobre lo que es justo o injusto. Es por ello que necesitamos admirarlos, saber que están en lo más alto, porque un mundo que admira a los mejores es un mundo orientado al cielo.