«Ser es defenderse», RAMIRO DE MAEZTU
La Gaceta de la Iberosfera
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Itxu Díaz (La Coruña, 1981) es periodista y escritor. En España ha trabajado en prensa, radio y televisión. Inició su andadura periodística fundando la revista Popes80 y la agencia de noticias Dicax Press. Más tarde fue director adjunto de La Gaceta y director de The Objective y Neupic. En Estados Unidos es autor en la legendaria revista conservadora National Review, firma semalmente una columna satírica en The American Spectator, The Western Journal y en Diario Las Américas, y es colaborador habitual de The Daily Beast, The Washington Times, The Federalist, The Daily Caller, o The American Conservative. Licenciado en Sociología, ha sido también asesor del Ministro de Cultura Íñigo Méndez de Vigo, y ha publicado anteriormente nueve libros: desde obras de humor como Yo maté a un gurú de Internet o Aprende a cocinar lo suficientemente mal como para que otro lo haga por ti, hasta antologías de columnas como El siglo no ha empezado aún, la crónica de almas Dios siempre llama mil veces, o la historia sentimental del pop español Nos vimos en los bares. Todo iba bien, un ensayo sobre la tristeza, la nostalgia y la felicidad, es su nuevo libro.
Itxu Díaz (La Coruña, 1981) es periodista y escritor. En España ha trabajado en prensa, radio y televisión. Inició su andadura periodística fundando la revista Popes80 y la agencia de noticias Dicax Press. Más tarde fue director adjunto de La Gaceta y director de The Objective y Neupic. En Estados Unidos es autor en la legendaria revista conservadora National Review, firma semalmente una columna satírica en The American Spectator, The Western Journal y en Diario Las Américas, y es colaborador habitual de The Daily Beast, The Washington Times, The Federalist, The Daily Caller, o The American Conservative. Licenciado en Sociología, ha sido también asesor del Ministro de Cultura Íñigo Méndez de Vigo, y ha publicado anteriormente nueve libros: desde obras de humor como Yo maté a un gurú de Internet o Aprende a cocinar lo suficientemente mal como para que otro lo haga por ti, hasta antologías de columnas como El siglo no ha empezado aún, la crónica de almas Dios siempre llama mil veces, o la historia sentimental del pop español Nos vimos en los bares. Todo iba bien, un ensayo sobre la tristeza, la nostalgia y la felicidad, es su nuevo libro.

La campanilla del vicepresidente

11 de febrero de 2021

Nos amenazaban con la revolución proletaria, única y exclusivamente para que les diésemos los medios de llevar una vida burguesa. No es mía la frase. Sino de Julio Camba, en enero de 1938. La España de hoy está cansada de nuevos ricos, quizá excluidos del paraíso de la izquierda caviar –esa es típicamente socialista-, que buscan emular lo que dijeron detestar. Cansada, no tanto de sus golferías, sino de que sean siempre tan horteras. Que no hay enchufado comunista que no sueñe con menear la campanilla y que le sirvan el cafelito, previas reverencias, elogios y gestos de postración. Que son como una novela de Wodehouse pero sin gracia, y nos salen mucho más caros, asomando como setas por ministerios, institutos y observatorios; tantísimos observatorios padecemos que a veces ya no sabes si esto es un país o un mirador a Doñana.

Disfrutan con la misma ordinariez con la que otros, hace un siglo, cegados por el odio, asaltaban las casas de las marquesas solo para ponerse los trajes del marqués, y probar el váter de la señora, para luego contarlo a los amigos. Aquellos eran más criminales que horteras. En los nuestros, su peor crimen es el mal gusto. Y quizá haber tenido una vida demasiado fácil. O tal vez todo sea por eso. Que dijeron que el miedo debía cambiar de bando, pero aquí el miedo siempre lo han tenido los mismos. Miedo es tener que revisar los bajos del coche o que te abran la cabeza de una pedrada en un mitin. Lo demás no es miedo sino exceso de Netflix.

Hay un abismo sonrojante entre las dos Españas: la de las colas del hambre y la de la campanilla del vicepresidente

Poco han cambiado las cosas desde aquellas palabras de Camba. Han mudado normas y costumbres, las guerras ya no se llevan, y ahora lo progresista es la censura, pero da lo mismo. Ellos solo sueñan con que un día los coches oficiales estén de su lado y alguien les sujete el paraguas. Por eso ahora se recuestan en sus tapicerías, no con la dignidad que debería revestir el cargo público, sino con la grosería del ladronzuelo, y mancillan la belleza del automóvil blindado con sus posaderas de snob de marca blanca.

Nada es tan nuevo. Un vistazo a nuestra historia desdice la teoría del apocalipsis diario, y no estoy sugiriendo que debamos encogernos de hombros o echarnos a dormir ante el telediario. Pero quizá España no sería España sin esa pugna entre los sufridos españoles de bien y los canallas, y sin el cielo nublado de la legión de tontos que han logrado echar alas. También hay algo épico en las naciones que parecen estar jugándose a cada minuto su pervivencia y su libertad. Quizá de otro modo nos atontaríamos, nos volveríamos idiotas, no sé, nos convertiríamos todos en socialdemócratas centroeuropeos, que no son los peores, pero tampoco los mejores, y en esa grisura reverbera también su tristura, su fracaso, su ambivalencia. 

No sé si aún queda alguien que apoye a los líderes comunistas sin estar cogido por la cartera o por los huevos, por cualquier otro órgano reproductivo, o anulado tras una columna. Lo dudo. Pero, de haberlo, ha de conducirle a una honda melancolía ver que todo era una farsa, que no había ninguna preocupación por los trabajadores, que no había ningún interés en esa gente de la calle de la que pretendieron hacer marca registrada, que al fin no querían más que convertirse en la casta que detestaban, para ser mucho peores que aquellos a los que lograron expulsar del trono, dejando siempre la democracia flanqueada por puntos suspensivos. En eso tampoco han cambiado.

A esos hijos desahuciados de su populismo, el hastío debe serles mayúsculo al corroborar que hoy no es posible siquiera abrir un debate sobre los privilegios de la monarquía

Supongo que nadie los describe mejor que el propio Wodehouse cuando define a la nueva aristocracia: “A diferencia del bacalao macho, que, una vez convertido en padre de tres millones quinientos mil bacaladitos, decide animosamente quererlos a todos, el aristócrata de nuestros tiempos se da cuenta de que su hijo menor es un perfecto incordio”. Por eso olvidan tan pronto al mentor, al votante, y al que se atreve a pensar por su cuenta.

A esos hijos desahuciados de su populismo, el hastío debe serles mayúsculo al corroborar que hoy no es posible siquiera abrir un debate sobre los privilegios de la monarquía, como soñaban los viejos republicanos, porque aquí el único rey que lleva un tren de vida atronador se sienta en el Consejo de Ministros, y la más privilegiada es su esposa, amén de esas amigas que desaparecen por la ventana de madrugada y se despiertan con la vida resuelta. 

«Los hombres del 14 de abril no querían hacer la revolución, sino únicamente el chantaje de la revolución» (Julio Camba)

No critico yo que compartan con los amigos su buena ventura, si acaso es lo único noble que harían en su vida, sino que sean tan advenedizos en las formas y maneras, en lo que les mueve, y que para cualquier cosa tengan el gusto a la altura de las PCR de última generación. Da igual que sea idear una ley que escoger una maldita camisa. De hecho, legislan igual que visten. Eso les delata. No puede gobernar un país quien ni siquiera gobierna su propia vida.

“Los hombres del 14 de abril no querían hacer la revolución”, concluía también el cronista villanovense en el 38, “sino únicamente el chantaje de la revolución, pero abusaron tanto que dieron al traste con nuestros recursos y nuestra paciencia”. Un siglo después, estamos igual. Hay un abismo sonrojante entre las dos Españas: la de las colas del hambre y la de la campanilla del vicepresidente. 

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