Todo el mundo tiene un pasado oscuro que no debería salir a la luz. En mi caso: tuve un hámster de niño. La relación de los políticos con la prensa se parece bastante a la de un hámster enjaulado. Si le acaricias, se hace bola, se crece, se gusta, y se queda quieto. Si le pinchas, siquiera levemente, con algo punzante –no es necesario ensartarlo en un pincho moruno-, salta hacia atrás, se cabrea, y se esconde en el lugar más remoto de la jaula, mirándote con ojos de animal endemoniado. Por suerte, las ratas todavía no tienen la capacidad de firmar cartas dirigidas a la Secretaría General del Congreso. Si no mi hámster ya me habría enviado a la trena. A cambio, al día siguiente del pinchazo, cuando fui a cambiarle el agua, me mordió un dedo, lo que le valió una buena retahíla de improperios que no puedo reproducir, y la expulsión definitiva del núcleo familiar. Desde entonces tengo la rabia, por eso soy columnista.
Tampoco crea el lector que me pasé mi infancia pinchándole el culo al hámster, eso lo hago solo con el Gobierno. Que no me gustaría abrir una tediosa polémica con los colectivos animalistas. Aquel hallazgo fue fortuito. Trataba de desplazar una vasija con comida de ratas por el interior de la jaula, con ayuda de un pequeño pincel, cuando el bicho, que era muy tonto, se cruzó en mi camino, dando lugar a la lamentable situación antes evocada.
La iniciativa de más de una decena de partidos quejándose en una misiva de que algunos periodistas les hacen preguntas en lugar de masajes, es una copia biológicamente idéntica de la reacción de mi mascota. Pero, a diferencia de los diputados, lo que disculpa al hámster es que carece de responsabilidades públicas porque no fue elegido con los votos de los españoles; supongo que nadie sensato votaría a una rata, pero tampoco quiero abrir ese melón.
Estos chicos, como mi hámster que Noé tenga en su Arca, se van temblando al fondo de la jaula, se ofenden un poquito, y desde allí se chivan en una carta llena de firmitas de colores
En realidad, que la cohorte de minipartidos frikis y marihuaneros respalden la censura es normal. No hace mucho que algunos de ellos aplaudían otro tipo de medidas más expeditivas para silenciar a periodistas, y nos acordamos perfectamente. Y en general, en sus nacioncitas imaginarias, el tema de la libertad de prensa está resuelto desde hace mucho tiempo: no existe.
Cuestión diferente es lo del PSOE, que le ha cogido tanto gusto a comportarse como un minipartido friki y marihuanero que inevitablemente terminará siéndolo. Que el partido del Gobierno respalde esta censura a periodistas en el Congreso es el mayor síntoma de debilidad que ha exhibido Sánchez desde su asalto al poder, después sin duda del bochorno de sacar a pasear la momia de Franco, insuperable muestra de gallinería, y probable origen de todas las maldiciones que padecemos; que hasta los hombres de las cavernas sabían que desenterrar muertos da mal fario.
Esta enésima tentativa dictatorial izquierdista solo es síntoma del miedo que tienen a la libertad, de lo acostumbrados que están al peloteo periodístico a cuenta del consenso progre mediático –del que poco se habla-, y de la impunidad con que se mueven por las instituciones democráticas tipos que no creen en ellas. Están muertos de miedo porque de pronto, una parte notable de españoles, se niega a pedir perdón por pensar y votar diferente. Y lo único que se les ocurre hacer es, modelo cubano-bolivariano, prohibirlo.
No hace mucho, en la misma rueda de prensa del Congreso, vimos a una periodista de izquierdas asestar una reprimenda –en el turno de preguntas- a Iván Espinosa de los Monteros, y golpear el micrófono después con indignación almodovariana. Y, aunque creo que no había pregunta, el portavoz de VOX le respondió con similar contundencia, pero sin necesidad de arrojar, qué se yo, el vaso de agua -un abrazo, Escrivá- al suelo en señal de desaprobación. Pero estos chicos no. Estos chicos, como mi hámster que Noé tenga en su Arca, se van temblando al fondo de la jaula, se ofenden un poquito, y desde allí se chivan en una carta llena de firmitas de colores, como si estuvieran en el instituto protestando porque el recreo es demasiado corto. La verdad es que mi hámster que, todo blanco, era casi tan cursi como ellos, al menos me mordió el dedo con una cierta dignidad.