¿Saben ustedes que en 1665 Carlos II de Inglaterra tuvo que prohibir la entrada de la prensa londinense en Oxford para evitar el contagio de una epidemia? Espero que Pedro Sánchez jamás se entere de esto porque si encuentra las palabras epidemia, prohibir y prensa en una sola frase, nos toca otra vez confinamiento.
La relación entre el poder y la prensa es —y debe ser— complicada. Desconfíe de la amistad entre ambos porque se traduce de forma inmediata en una peligrosa colaboración. La prensa es ese lugar donde el poder posa sus libidinosos ojos con el ánimo tanto de poseerla como de destruirla si no le corresponde en sus afectos. Y el presidente del Gobierno está decidido a que suceda o una cosa u otra. Su sanchidad no puede soportar el periodismo libre y no lo hará.
Pero no todos los políticos llevan, al menos de forma pública, tan mal esta tan inevitable como íntima relación como nuestro Sánchez. Cuentan que Alberto Bosch Fustegueras, que fuera diputado, senador y alcalde de Madrid en tiempos de la Restauración, en una ocasión fue objeto de un furibundo ataque por parte del periodista Leopoldo Romeo en La Correspondencia de España. Después de leer el texto, Don Alberto envió una tarjeta al autor del artículo en la que decía: «Los periodistas no perjudican a los políticos cuando los combaten, sino cuando los olvidan. Por no olvidarme, le debo gratitud». Esto es lo que se llama hacer de la necesidad virtud, y no lo que hace Sánchez amnistiando delincuentes. Que por no saber, no sabe ni español. Y no se me queje, señor presidente, agradézcame que no lo olvido.
También Sagasta, como tantos otros, tuvo que lidiar con una prensa hostil. Cierta mañana, paseaba don Práxedes por el paseo de la Concha cuando un grupo de periodistas se le acercó para obtener noticias, lo que viene siendo su trabajo desde tiempo inmemorial. Que no todo se ha inventado ahora. El político contestó: «No sé nada. ¡Todavía no he leído El Imparcial!» Parece ser que este diario le venía haciendo una campaña durante esos días bastante impertinente. Estamos hablando de hace más de un siglo. Siempre digo que sólo el humor nos salvará. Bendita ironía, sonrisa de la inteligencia.
Pero no siempre ha sido esta una relación tensa. También ha sido cómplice. En uno de los numerosos cambios de gobierno de la Restauración, andaba la prensa patria despistadísima sobre quién encabezaría el gabinete. El conde de Romanones dio la exclusiva a ABC de una extraña y divertida manera; de tal forma que el diario publicó al día siguiente: «Romanones, nuevo presidente del Consejo». El titular iba acompañado de una fotografía de la terraza del hotel donde vivía el conde en la Castellana en la que se veía tendido de una cuerda el uniforme de jefe del Gobierno de don Álvaro.
Periodistas y políticos siempre se han visto unidos por dos incómodos elementos: la prisa y la incertidumbre. Conferencia de la Paz, Versalles, fin de la penosísima Gran Guerra. Seis meses duró la reunión. Después de tanto tiempo de implorar información a cualquier delegado que se les cruzara los reporteros ya estaban bastante desesperados. Por allí apareció Clemenceau, que cuentan que tenía bastante mal carácter. El representante del New York Herald se atrevió a hablar: «Excelencia, necesito decir mañana las condiciones del Tratado de Paz». Contenían sus compañeros la respiración esperando un bufido, cuando el interpelado apartó con suavidad al periodista con estas palabras: «Pues si da usted mañana esa información, mándeme el diario, que también a mí me interesa saber cómo se va a convenir la paz».
Puesto que soy una pesimista antropológica de libro no me atrevo a decir que esos políticos fueran mucho mejores que los actuales en cuanto a resultados. Pero sí podemos decir sin temor a equivocarnos que sabían sumar dos y dos, no escupían al hablar, vestían con dignidad y tenían una formación sólida, cosa que no podemos acreditar de todos nuestros actuales diputados.
De la prensa, si les parece, hablaremos en otro artículo.
Para mi padre, la sonrisa de la inteligencia.