El próximo 20 de julio se cumplirán veintitrés años de la muerte de Carlo Giuliani. Es probable que el nombre no les resulte familiar. Sin embargo, durante semanas, meses tal vez, el heho del que fue protagonista ocupó el centro de la atención informativa a una escala planetaria. Giuliani murió tiroteado por un carabiniero en el transcurso de las protestas contra la celebración de una cumbre del G8 en la ciudad de Génova. Tenía 23 años. Las circunstancias del suceso (un Land Rover del cuerpo de Carabineros bloqueado en Piazza Alimonda, rodeado de manifestantes que habían roto a pedradas los cristales del vehículo policial) nos recuerdan la violencia extrema que, por aquellas fechas, solía acompañar el desarrollo de esa clase de eventos.
Un pequeño esfuerzo de la memoria nos retrotrae a una escenografía bélica. Por lo general, los centros de las ciudades que se arriesgaban a acoger alguna de aquellas convenciones quedaban arrasados en el transcurso de los altercados entre manifestantes y fuerzas del orden. Allí se daban cita grupos de diversa filiación, no todos de índole violenta, si bien unidos por su rechazo integral a un movimiento que, todavía en ciernes, representaba para ellos la encarnación definitiva del mal: el globalismo.
En síntesis, esto era lo que para aquellos grupos de disidencia radical suponía el globalismo: la máxima expresión de un capitalismo predatorio que, tras la caída del comunismo y la apertura generalizada de fronteras, se aprestaba al acaparamiento de la riqueza mundial. En un contexto donde una sola imagen puede decidir el signo moral de un acontecimiento, el hecho de que los gobernantes más poderosos de la tierra y los dirigentes de algunos de los organismos transnacionales más influyentes se vieran obligados a reunirse al amparo de un descomunal dispositivo de seguridad transmitía la impresión de que algo turbio estaban tramando. Aunque trataran de vestirla como el inicio de una nueva era que extendería la prosperidad y la democracia a cotas universales, la globalización no podía ser el catalizador de las maravillas que sus defensores proclamaban si para ponerla en marcha los grandes mandatarios del mundo tenían que fortificarse tras una muralla de antidisturbios.
La muerte de Giuliani supuso un punto de inflexión no en el proceso mundialista en sí, sino en el modo de presentarlo ante la opinión pública. Los impulsores del proyecto entendieron que no podían seguir celebrando sus cumbres en medio de unas algaradas que, además de desviar la atención de los medios hacia algo que no era lo sustancial del acontecimiento, los presentaban a ellos como a una asamblea de conspiradores reunidos de espaldas a la sociedad. Aquello transmitía una imagen muy poco favorecedora y era imprescindible cambiarla de raíz.
Ahora situémonos en el presente. Ya no encontramos en el marco de ninguna de las cumbres donde se dan cita los actuales artífices del orden mundial aquel escenario de ira desatada. La vertiginosa escalada de violencia de finales de los 90 y principios del 2000, que hacía pensar que la coincidencia de un cúmulo de circunstancias como las que provocaron la muerte de Giuliani era sólo cuestión de tiempo, se ha reducido hasta prácticamente desaparecer. Sólo algunos grupúsculos de irreductibles mantienen el testimonio de una postura contestataria. El resto de la disidencia se ha desvanecido y los posados con que los altos dirigentes mundialistas ponen el broche fotogénico a cada una de sus periódicas citas transcurre en un ambiente de placidez casi bucólica, ya nunca enturbiado por el humo de los gases lacrimógenos.
No es que echemos de menos aquel ambiente de violencia y caos, en absoluto, pero cabe preguntarse qué ha ocurrido. ¿Han cambiado sustancialmente los objetivos económicos y políticos del ideario global? ¿Es que ya no habrá perdedores y ganadores de la globalización, como se insistía hace unos años, y todos vamos a salir triunfadores en este nuevo contexto de relaciones entre estados? ¿Qué ha sucedido para que la constelación cultural progresista, que hace apenas veinte años abrazaba con ardor la idea de soberanía nacional como elemento esencial para la defensa de las clases populares, no muestre ahora ningún interés en seguir enarbolando esa bandera?
La jugada maestra del globalismo ha consistido en acometer una hábil estrategia de cambio de piel. Se ha envuelto en los festivos colores del ecologismo, el multiculturalismo o la defensa de las microidentidades, y de ese modo ha logrado dos fines: desactivar toda resistencia por un costado ideológico ofreciendo una agenda más lúdica y glamourosa a esa parte de la progresía que se había cansado de las causas tradicionales de la izquierda, y, por otro lado, insistir en la fragmentación social como elemento decisivo para desacreditar cualquier intento de oposición a sus planes presentándolo como el resultado de un peligroso extremismo ultra. Pero bajo esa metamorfosis aparente, el núcleo de sus intenciones permanece intacto. «El proyecto europeísta —ha escrito el pensador francés Michel Onfray— es éste: disolución de las naciones y de los pueblos en la unidad del mercado europeo y esto dentro de un gran mercado mundial donde todo se vende y se compra, hasta los úteros».
Qué ironía. Carlo Giuliani, el activista antiglobalización que hace veintitrés años cayó bajo las balas de la policía en una plaza de Génova, se oponía a eso. A quienes hoy comparten una porción de ese rechazo, aunque sin recurrir a la violencia, los llaman fascistas. De tanto en tanto, al poder le bastan unos leves retoques cosméticos para saber que puede seguir engañando al mundo.