A Ramón Tamames (Madrid, 1933) le han afeado que sea candidato a su edad. En España, hemos llegado a tal punto de confusión moral que uno puede ser ministro sin saber nada de nada, sin haber trabajado jamás y sin tener mérito alguno, pero no puede ser candidato en una moción de censura porque es mayor, aunque sea, nada menos, que Ramón Tamames. ¡Ay! Si al menos la juventud fuese garantía de algo… Pero no lo es. Ahí está el caso de la ley Montero, que ha propiciado la excarcelación de centenares de delincuentes sexuales gracias a la incompetencia de un grupo de jóvenes -empezando por la propia ministra- sin experiencia, competencia ni conocimientos.
En realidad, la edad puede ser un poderoso argumento a favor de un candidato como Tamames. En primer lugar, la capacidad la tiene ya demostrada. Alguien como él no necesita justificar su competencia. No todos en el Parlamento pueden decir lo mismo. Su evolución ideológica revela una inteligencia y un sentido crítico de las propias ideas y del compromiso político. No es poca cosa para alguien que se dedica a la vida pública. Lo tiene ya todo ganado. Está en una altura de la vida en que goza de una libertad que otros muchos aún no tienen y, puestos a defender la juventud, ha hecho buenas las palabras de Martín Buber en «Eclipse de Dios» (FCE, 1993): «Ser viejo es cosa gloriosa cuando no se ha olvidado el significado de “comenzar” […] No era de ninguna manera joven, mas era viejo de una manera joven, pues sabía cómo comenzar». Desde esta perspectiva, ya puestos a hablar de juventud, Feijóo me parece mucho mayor que Tamames, pero jamás lo descalificaría por eso.
En general, los totalitarismos también estaban fascinados con la juventud. El encuadramiento en organizaciones como el Komsomol, las juventudes del Partido Comunista de la Unión Soviética, y las Hitlerjugend, las del partido nazi, eran práctica habitual. Contra la tradición de una civilización que respeta la edad y la experiencia, Mao perpetró la Revolución Cultural gracias a los Guardias Rojos, violentos e ideologizados hasta el punto de denunciar y maltratar a sus padres y sus profesores. Todos las bandas terroristas, organizaciones armadas y grupos guerrilleros reclutaron jóvenes en edad de ir a la secundaria o los primeros años de la universidad. Lo recordaba Luis “Mariano” Labraña, exmiembro de los Montoneros, en la entrevista que publica Juan Bautista “Tata” Yofre en su libro «Volver a matar. Los archivos ocultos de la “cámara del terror” (1971-1973)» (Sudamericana, 2009): «Nuestro promedio de edad era 19 años y nos creíamos dueños del legado sanmartiniano y del espíritu bíblico. ¡Qué jóvenes, qué audaces, qué ignorantes… qué peligrosos!».
Uno de los dogmas heredados de Mayo del 68, ese momento tenebroso de nuestra civilización, fue la entronización de la juventud como un valor absoluto. En su libro «Contra el totalitarismo blando» (Libros Libres, 2022), el profesor Francisco Contreras lo denomina, sin eufemismos, «el triunfo de los niñatos». Recuerda el autor que «Mayo del 68 fue una kermesse violenta de hijos de papá que despreciaban los valores y el modo de vida de la generación anterior. Una generación que había conocido los dramas de la primera mitad del siglo XX: la derrota frente a los nazis, la ocupación, la esforzada reconstrucción, las guerras de Indochina y Argelia…». Así, «los niñatos de Nanterre y el Barrio Latino triunfaron […] Sus valores liberacionistas y hedonistas se extendieron capilarmente en la sociedad, convirtiéndose en el nuevo código moral por defecto». Ese culto a la juventud como valor absoluto y ese desprecio de la edad y la experiencia nos han conducido, cincuenta años después, a esta sociedad que discrimina a los mayores, minusvalora la madurez y desprecia a los ancianos.
Después de lo que se hizo a los ancianos durante la pandemia, uno debería tentarse la ropa antes de descalificar a alguien por su avanzada edad. Ellos fueron los grandes abandonados y, ahora, se cierne sobre su historia un muro de silencio. Las citas médicas pospuestas, los tratamientos retrasados, los diagnósticos tardíos, las derivaciones a hospitales que no se produjeron, los encierros y la soledad de padres y abuelos… Yo lo recuerdo bien. Después de que comenzasen a alzarse los confinamientos, fueron apareciendo los que habían fallecido solos en sus casas. Algunos no tenían familia. Por otros no preguntaron ni los vecinos.
Quizás sea el trato a los mayores uno de los rasgos que más me alienan de la sociedad en que vivimos. Yo crecí en una España en que se dejaba el asiento a los mayores sin necesidad de que lo pidieran. Nadie se sentaba en el sitio reservado pensando que “si me lo dicen, ya me levanto”. No todos los hacían, naturalmente, pero estaba claro qué debía hacer alguien bien educado. Me temo que ahora esa claridad se ha perdido. Había mutilados de la guerra, gente que había conocido el miedo, el hambre y el exilio. Las canas, el bastón, las zapatillas de felpa eran, de algún modo, los símbolos de una vida vivida. La generación de Ramón Tamames hizo la Transición, que ahora algunos aborrecen. Eso sólo debiera bastar para que el candidato de la moción de censura gozase, al menos, de consideración y de respeto.