La aplastante victoria de Trump ha causado consternación en amplios sectores de la sociedad española, cuyo corazón lleva años congelado por su adscripción a una de las dos américas: la demócrata o la republicana. Hasta el día de las elecciones, los medios tradicionales, informaban o, por mejor decir, propagaban, la idea de que la presidencia del Imperio gringo se jugaba en algunas décimas. El progreso, encarnado en la figura de Kamala Harris, acariciaba un éxito que impediría que la reacción, personificada en Trump, se instalara en la Casa Blanca. Sin embargo, lejos de los datos que arrojaban esos estudios demoscópicos, la realidad es que Trump, en cuyo éxito ha jugado un papel central el uso de unas redes de las que fue expulsado antes de los anteriores comicios, venció con claridad y ya ha comenzado a configurar un nuevo Gobierno que, según los más apocalípticos analistas, nos puede llevar a un infierno terrenal. El mazazo ha llevado a muchos a abandonar la red X, propiedad del magnate Elon Musk, que ha exhibido sin tapujos su preferencia por Trump, a quien los antiguos propietarios de Twitter, no precisamente unos menesterosos, expulsaron.
Entre los nombres que integran la desbandá, destaca al periódico más potente, es decir, el más subvencionado, del supremacismo catalán, uno de los redactores del editorial conjunto a favor del Estatuto de Cataluña, publicado en 2009, un galleguista malencarado y un canario tan cultivador del mito de la Cultura como dócil con el sistema del que vive desde hace décadas. Tres habituales, por cierto, de la televisión con la que se ha hecho Sánchez en mitad de la tragedia valenciana.
La salida de X se ha visto acompañada por vídeos y mensajes en los que los escapistas nos avisan del estercolero en el que permaneceremos los que no supimos valorar el paraíso de libertad y rigor que era Twitter antes de su compra por el trumpista Musk. Ante esta realidad, los mentados, movidos por su insobornable dignidad, se marchan, sin que los que nos quedamos seamos capaces de valorar su sacrificio. Y no será porque no estemos avisados. La salida de Juan Cruz es ya la tercera que se produce, con dos regresos que no hemos agradecido lo suficiente. Esta parece ser la definitiva marcha de un luchador por la democracia, cuyo hilillo de voz nos alertaba contra las asechanzas del mal que hoy campa por sus respetos en el capricho de un multimillonario.
El abandono de estos defensores de la libertad, de estos luchadores contra un fascismo siempre irredento, deja una sensación de orfandad, de indefensión, pues la larga marcha, no olvidemos que algunos de ellos nos han dado la oportunidad de rogarles que se quedaran, nos sitúa ante un futuro marcado por la intolerancia, el negacionismo, el fascismo —«facismo», en boca del borbonicida Tardá—, en suma. Sin embargo, para consuelo de demócratas, estas luminarias del pensamiento ofrecerán sus dones a través de plataformas, al parecer, controladas por humildes propietarios, tales como Instagram, TikTok o Bluesky. Será desde esos púlpitos desde donde distribuyan, para quienes estén limpios de pecado, el pasto espiritual agostado por el malicioso algoritmo.