En un artículo tan sugerente como suelen ser los suyos, Miguel Angel Quintana Paz nos anunció la semana pasada que «la Guerra Fría ha terminado«. La tesis venía a ser que la polaridad Estado vs. mercado (o, si lo prefieren, socialismo vs. capitalismo), que fue el hilo conductor de la historia mundial en la segunda mitad del siglo XX, ha quedado démodée y ya sólo obsesiona a algunos boomers anclados mentalmente en ¿Teléfono rojo? Volamos hacia Moscú. En realidad, Estado y mercado estarían ahora conchabados en una alianza non sancta contra el ciudadano ordinario. La cuestión palpitante del siglo XXI ya no sería la del tamaño y protagonismo que deba tener el Estado, sino la de globalismo vs. soberanía, con derivadas como la cuestión migratoria, el choque de civilizaciones huntingtoniano, etc.
Y bien, argumentaré que la Guerra Fría no ha terminado. No lo ha hecho en lo militar, pues de nuevo la OTAN tiene que enseñar los dientes a una Rusia agresiva que, aunque ya no sea comunista sino autocrático-nacionalista, aspira a reconstruir el espacio estratégico de la antigua URSS, comenzando por la satelización de Ucrania.
Pero tampoco ha terminado en lo ideológico. La lucha contra el «socialismo de todos los partidos» tiene hoy la misma relevancia que en 1980, cuando Thatcher y Reagan llegaron al poder al grito de «el Estado no es la solución sino el problema». De hecho, el gasto público —medido en porcentaje respecto al PIB— no ha dejado de crecer desde entonces: en España se ha doblado, pasando, según el Fondo Monetario Internacional, desde un 23,1% del PIB en 1980 hasta un 46,4% en 2023. Sí, el Estado absorbe casi la mitad del total de riqueza que se produce cada año en nuestro país.
Y esta obesidad estatal es la clave que explica buena parte de los problemas de la nación, desde el paro estructural (que desaparecería si las empresas no estuvieran exprimidas a impuestos) a los bajos sueldos (que serían más altos si impuestos y cotizaciones se redujesen) y la falta de perspectivas para los jóvenes.
Sí, ese aumento del gasto público se ha dado en la mayor parte de Europa —lo cual explica, por cierto, que nuestro continente esté estancado y pierda posiciones frente a una Asia oriental mucho más dinámica—, pero con fuertes diferencias de ritmo según los países. Y hay alguna excepción: en Irlanda, según datos del Banco Mundial, el gasto público descendió desde un 37% del PIB en 1980 a un 22,9% en 2022. Los resultados están a la vista: el PIB per cápita irlandés es hoy de 127.000 dólares (el segundo más alto de Europa después de Luxemburgo); el español, de 45.000. Los irlandeses casi nos triplican en riqueza. Por cierto, ni la austeridad irlandesa ni el despilfarro español fueron impuestos por ningún «globalismo»: ambos fueron decididos por Gobiernos soberanos.
Defender el aligeramiento del Estado y la desregulación de los mercados no es una obsesión anticuada, sino la respuesta racional a nuestro gradual empobrecimiento. El mensaje de Thatcher en 1979 es tan pertinente como el de Milei en 2024. Dijo el argentino en Davos: «El capitalismo de libre empresa no sólo es el único sistema capaz de terminar con la pobreza en el mundo, sino que es el único sistema moralmente deseable para lograrlo». Milei no es un nostálgico de la Guerra Fría, sino un profeta de nuestro tiempo.
La hegemonía mental socialdemócrata es tan completa en España que nos hemos acostumbrado a aceptar como normal un déficit público de en torno al 5%. Ese 4% o 5% está medido en puntos de PIB, lo cual significa que el Estado gasta cada año casi un 10% más de lo que ingresa (el «Día de la Deuda» —la fecha en la que el Estado ya ha consumido todo lo ingresado y tiene que tirar de crédito hasta fin de año— se situó en 2023 en el 30 de noviembre, según estimación del Instituto Juan de Mariana). La deuda soberana de España supera ya los 1.500.000 millones de euros (billón y medio); entre 2008 y 2023 ha crecido desde un 40% a un 110% del PIB. La deuda de la Seguridad Social se ha quintuplicado en pocos años, pasando de 20.000 a más de 100.000 millones de euros.
Esa losa de déficit y deuda pública nos asfixia lentamente: sólo el servicio (pago de intereses) de la deuda nos cuesta cada año más de 30.000 millones de euros y representa uno de los rubros más cuantiosos de los Presupuestos Generales del Estado. El Instituto Juan de Mariana ha calculado que si la deuda pública española se hubiese mantenido en el umbral del 60% del PIB (lo recomendado para la Eurozona y cumplido por muchos países), el PIB crecería en 62.000 millones de euros.
Pero esa asfixia lenta podría convertirse en agonía rápida en cualquier momento. Hasta ahora, los gobernantes han podido huir hacia adelante porque el Banco Central Europeo facilitó el endeudamiento con tipos de interés excepcionalmente bajos. Pero los tipos están subiendo: desde un 0% a un 3,25% entre 2021 y el momento actual. A lo largo de 2024, España tiene que renovar vencimientos de deuda —y financiar el nuevo déficit— por valor de casi un 20% de su PIB. El FMI advierte que para 2027 el servicio de intereses puede llegar a ser de 45.000 millones de euros anuales (como ya pronosticó Rubén Manso desde la tribuna del Congreso en el debate de presupuestos de 2021).
Entre tanto, España se empobrece. La presión fiscal desincentiva el ahorro y la inversión, al tiempo que erosiona la competitividad de las empresas. El PIB per cápita español —en paridad de poder de compra— estaba en 2017 en un 93% del promedio de la UE; a día de hoy, ha caído al 88’6%.
El narcótico socialdemócrata impide a la sociedad reaccionar. Los políticos siguen expandiendo el gasto público, comprando tiempo con más endeudamiento, en una actitud de «después de mí, el diluvio» (pero que me quiten lo bailao). Y el público, educado en el culto al subsidio y al gasto social, sigue exigiendo más y más «derechos».
Necesitamos una revolución cultural a lo Milei, una irlandización de España. En lugar de los «derechos sociales», el emprendimiento, el ahorro, la inversión, la libre competencia. En lugar de un obeso Estado protector, una vibrante sociedad de pleno empleo, autoprovisión y responsabilidad individual/familiar.
Y sí, junto a esa batalla cultural habrá que librar otras, como la de convencer a los españoles de que vuelvan a casarse y tener hijos en número suficiente, si es que queremos evitar la sustitución demográfica. Pero tampoco progresaremos en eso si no desenmascaramos y ponemos a dieta al Estado-providencia, el papá Estado que sustituyó al padre de carne y hueso. El otro gran tema de nuestro tiempo, la inmigración, también resultaría más abordable en una sociedad no subsidiada: vienen millones de inmigrantes porque los españoles no quieren ser trabajadores agrícolas o cuidadores de ancianos; y pueden permitirse rechazar esos puestos porque pueden vivir del subsidio.
Ganemos de una vez por todas la Guerra Fría.