Ha roto ya el calor y no se puede estar. Con la canícula llega el fenómeno femenino del destape, y el triste espectáculo masculino de la chancla, la camisetilla y el pantalón corto, a veces incluso pirata.
Ya es normal ver pensionistas vestidos de skaters.
Como reacción, surge en estas fechas casi un subgénero periodístico o literario, artículos en los que un elegante lamenta el verano, y expresa, en forma de lamento reaccionario, su inadaptación al pachanguero estío.
Al llegar la calor, hay una resistencia de los del lino, la sirsaca y el zapato de rejilla, esa celosía del pinrel, resistencia más testimonial que otra cosa, porque a la calle no llega.
Habitantes de un mundo en extinción, últimos de Filipinas del decoro, en su Manila visten como señores coloniales, como diplomáticos tropicales con trajes claros (el traje blanco merece una reconsideración ahora que sabemos que así casó el virginal Ábalos de las primeras nupcias).
Podríamos pensar que vestir de largo en verano, mantener cierta compostura, al menos se agradece, pero no es así. Si uno va de esa guisa, recibirá miradas de desaprobación y pronto escuchará, con gesto de qué haces, una frase acusatoria: «Das calor». Esa es la frase con la que el mundo del pantalón corto invierte los valores de modo definitivo: si ocultas los dedos de los pies, el malo eres tú.
El que va de correcto no es apreciado ni respetado; muy al contrario, despierta rechazo. ¡Se ríen de uno!
Así que, entendiendo a los que se quejan del verano español, no queda otra que resignarse evitando en lo posible la pulsión sorrentina del dandismo.
Esto recuerda a esos hombres que en los años veinte del pasado siglo formaron en Inglaterra el Partido para la Reforma de la Vestimenta Masculina (Men’s Dress Reform Party).
Tras la guerra mundial y el industrialismo, el hombre había acabado atrapado en un código de vestir demasiado rígido y ellos, como en un modernismo de la ropa, pretendían liberarlo en un doble sentido.
Por un lado, querían relajar el vestir, hacerlo saludable y ventilado, cuentan que con intenciones eugenésicas; también devolver al hombre el brillo, la imaginación y los colores a los que había renunciado en la Revolución Francesa, desplumamiento que se conoció como La Gran Renuncia Masculina.
Era, como tantas cosas esos años, una reacción a la uniformización del hombre-masa. Y suena bien, pero sus propuestas, si uno indaga, acabaron siendo decepcionantes.
Hartos del sistema de bolsillos, pretendían encontrar una forma marsupial parecida al bolso femenino; sustituir el cuello almidonado y duro por el abierto cuello Byron (romántica antípoda del cuello Mao) y sobre todo, liberar las piernas, que entrara el fresquito pantorrilla arriba, mediante la falda escocesa y el pantalón corto.
En las fotos que han quedado de ellos, presentan un aspecto bastante ridículo: una serie de hombrecillos peripuestos luciendo piernitas de colegial.
Esa liga de elitistas reformistas del vestir varonil acabó en el pantalón corto, que es lo mismo en que, más o menos, y sin tanta reflexión, se ha acabado en España un siglo después. Seguro que Tocqueville escribió algo al respecto.
No hay nada que hacer, y sólo queda sobrellevarlo, sin enfadarlos, sin agobiarlos. Sin darles calor.