Una complejidad creciente se registra en los últimos años en las relaciones entre países. La mirada sobre el futuro, la función de las clases dirigentes y el cuestionamiento de su legitimidad, el ascenso de nuevos populismos en desmedro de la democracia liberal, el resurgimiento de los nacionalismos y el enfrentamiento de modelos de organización social son una sucinta descripción del mapa político de la actualidad. La Agenda 2030, lejos de trazar modalidades de entendimiento y diálogo, ha sido una gran impulsora del presente conflicto.
Como si esa maraña no alcanzara para oscurecer la relación entre naciones, al mundo se le está cayendo la careta en otro tema. El ancestral pero solapado rechazo por los judíos que ha flotado siempre en el aire en casi todo el planeta, se puso de manifiesto de manera explícita tras el ataque de Hamas a Israel.
En la Argentina se registraron manifestaciones judeofóbicas en varias universidades que no terminaron ahí; a eso se sumaron explícitos apoyos al grupo terrorista y a Palestina; alumnos y dirigentes políticos con banderas alusivas hicieron sonoras marchas dentro de las casas de altos estudios y en las calles de distintas ciudades. «Reivindicamos el accionar de Hamás y de la totalidad de las organizaciones de la resistencia palestina al derrumbar las murallas levantadas por Israel para cercar Gaza, una verdadera prisión a cielo abierto», dice un folleto que el Partido Obrero de Argentina repartió en la Facultad de Ciencias Económicas de la Universidad de Buenos Aires.
Mientras los enfrentamientos con la policía en la Universidad de Columbia (Nueva York), la Universidad de Estatal de Portland y la Universidad de California en Los Ángeles (UCLA) han acaparado la atención mundial, simultáneamente se realizaban manifestaciones y sentadas en universidades de Europa, Asia y Medio Oriente, como también en países y ciudades alrededor del planeta: Australia, Reino Unido, Francia, Austria, por ejemplo, todas en apoyo al terrorismo. Ciudades de Italia (Milán, Roma, Varese, Vicenza, Nápoles y Bolonia) y Berlín se suman a la lista. En Viena a fines del año pasado fue incendiada la sección judía del Cementerio Central, se profanaron tumbas y se dejaron pintadas con símbolos nazis y en varias localidades europeas fueron arrancadas de los lugares donde estaban expuestas las fotos de las personas secuestradas por Hamas.
Si bien el antisemitismo no es una reacción nueva, crece avivado por la guerra que se desarrolla actualmente y está generando miedo, no sólo en las comunidades judías alrededor del mundo, sino también en el resto de la sociedad global. El Gobierno israelí ha sugerido a sus connacionales evitar los viajes internacionales y, en caso de hacerlos, abstenerse de exteriorizar símbolos israelíes. Ha aumentado el temor a los atentados, práctica habitual del terrorismo islámico del que pueden dar cuenta muchos países.
Las redes sociales son también terreno fértil donde se difunden expresiones racistas y a favor de Palestina, con la viralización de símbolos contra Israel como la estrella de David, la que usaban los nazis para identificar las casas habitadas por judíos.
No hace mucho, el Papa Francisco hizo referencia al antisemitismo en una entrevista que brindó a Radio y Televisión Italiana. «Lamentablemente, el antisemitismo permanece escondido (…). No siempre es suficiente ver el Holocausto de la Segunda Guerra Mundial (…). No sé explicarlo pero este es un hecho que veo y no me gusta», dijo el Sumo Pontífice en referencia al incremento de los gestos anti judíos en todo el mundo.
El consagrado teólogo Brunetto Salvarani declaró a la prensa italiana que «el antisemitismo es un prejuicio muy antiguo de la historia de la humanidad, un prejuicio que no se apaga jamás y renace sobre todo en momentos de crisis» y por eso brega por el diálogo y los esfuerzos de un entendimiento interreligioso.
Mientras tanto, dirigentes y grupos extremistas diseminados por Europa, divididos por la guerra entre Ucrania y Rusia, han coincidido en su apoyo a Palestina. Tras la consigna de «Palestina Libre» exigen el retiro de la OTAN del territorio europeo y la inmediata suspensión de la ayuda económica y militar a Ucrania.
La falta de una dirigencia de prestigio que se ponga al frente de los desafíos del presente es el talón de Aquiles del nuevo milenio. Mientras las migraciones masivas sobre Estados Unidos en parte, pero especialmente sobre Europa, dan muestra de la ausencia de liderazgos con ideas claras sobre lo que hay que hacer.
Por eso resultan clave las próximas elecciones europeas. No es exagerado decir que el continente se juega su supervivencia tal y como lo conocemos. Porque el ciudadano se siente cada día más extraño en sus propios países a partir de la avalancha de personas que, lejos de integrarse a las naciones que los reciben, imponen sus costumbres y resisten las antiquísimas tradiciones que hicieron a Europa. La decisión del Reino Unido de separarse por completo de esa unión de países debería haber sido un poderoso llamado de atención sobre el rumbo político equivocado que llevaba la región.
Sin negar la globalización pero con importantes reparos al globalismo, Europa atraviesa un momento de enorme gravedad donde autoridades como Pedro Sánchez en España o Emmanuel Macron en Francia no hacen sino profundizar la brecha y el enfrentamiento.
Hace 10 años, Henry Kissinger en su libro “Orden Mundial” ya se planteaba dudas respecto de cómo sería la evolución de esa Europa con ganas de unificación; esa Europa que apenas un siglo atrás tenía «el monopolio para diseñar el orden global» y que ahora «afronta una tensa coyuntura (…) Europa se encuentra entre un pasado que pretende superar y un futuro todavía indefinido».
Un gran análisis de quien ha sabido mirar el mundo con enorme expertiz política. Despejado el panorama a lo largo de esta década y visto el continente enredado en un wokismo histérico, caprichoso y dañino, Europa enfrenta un enorme desafío y es posible que no tenga más oportunidades de pegar un decidido giro de timón.