La frase más elocuente de Núñez Feijoo en su macromitin del domingo fue esa de que el PP cumplirá sus promesas como las cumplió con Mariano Rajoy. La ocurrencia ha sido muy comentada porque, si algo caracterizó al largo periodo de gobierno de Rajoy (2011-2018), fue que no cumplió ninguna de sus promesas. Al menos, ninguna de las promesas fundamentales hechas a sus votantes. Rajoy prometió públicamente a sus votantes que derogaría todas las leyes de Zapatero; no derogó ni una. También prometió bajar los impuestos; los subió todos. No hace falta dar muchos más ejemplos (leyes de género, desafíos a la unidad nacional, memoria histórica, política agraria, etc.). Lo cual nos lleva a replantearnos el sentido de la rotunda afirmación de Feijoo: «Rajoy cumplió todas sus promesas». Creo que Feijoo no miente. Creo, más bien, que estamos prescindiendo de la pregunta fundamental, a saber: ¿con quién se comprometió Rajoy? ¿A quién le hizo las promesas? ¿Y qué es realmente lo que prometió? Porque tal vez eso nos ayude a calibrar el alcance de las promesas que, ahora, hará Feijoo.
Recordemos: nadie tuvo nunca la acumulación de poder de la que dispuso Rajoy en 2011, con mayorías absolutísimas en Congreso y Senado, amplia hegemonía en comunidades autónomas y ayuntamientos y, además, instituciones públicas y privadas no especialmente hostiles. Nadie, en fin, tuvo nunca tanta legitimación popular para rectificar a fondo los fallos del sistema si lo hubiera deseado. Por tanto, si no lo hizo, es porque no lo deseaba. Y esto precisamente es lo relevante. Aquí mismo escribimos en su día (ventajas de la acumulación de edad) que, en la tesitura de salvar al sistema o salvar a la nación, Rajoy optó por sacrificar a la nación en beneficio del sistema. El «sistema» no quiere decir la «democracia». El «sistema» es la densa red de pactos explícitos e implícitos (sobre todo, estos últimos) que desde hace cuarenta años vertebra la política real en España. No son cosas nada etéreas: el mantenimiento del estado autonómico con sus costosísimas clientelas (y el consiguiente gasto público), el reparto partitocrático de las instituciones (incluidas las judiciales), la eterna hegemonía nacionalista en País Vasco y Cataluña, la renuncia expresa a cualquier política soberana en materia de defensa, energía o sector primario, el oligopolio mediático, el privilegio sindical, las políticas de disolución de la identidad histórica española… Todas estas cosas, y algunas otras más, conforman el consenso de fondo del sistema en España desde hace muchos años. A la muda conformidad en torno a ellas se la llama “institucionalidad”. Rajoy, en efecto, se mantuvo ahí dentro. Muchos veían —también dentro del PP— que eso nos llevaba por mal camino, pero Rajoy no empleó su abrumadora mayoría para rectificar el rumbo, sino para neutralizar cualquier disidencia real. Tal vez fue esto lo que prometió Rajoy (falta saber a quién). De las palabras de Feijoo se deduce que no va a apartarse de esas promesas.
El discurso de Feijoo ha sido transparente y quien se engañe, es porque quiere dejarse engañar. Feijoo no quiere rectificar nada. Su posición es la de quien ve el barco a la deriva y resuelve que el problema no está en el barco ni en el rumbo, sino en el capitán, que es un borracho. Con otro capitán —o sea, con él—, todo será cordialidad, moderación, centralidad e institucionalidad… y España seguirá deshaciéndose, porque no habrá cambiado ni uno solo de los mecanismos de poder que nos han traído hasta aquí. Las nuevas oligarquías autonómicas verán su poder confirmado y aun aumentado, tanto más desde el momento en que el PP está creando ya sus propias clientelas en nuevos territorios como Andalucía o Extremadura. Las leyes de «memoria» seguirán vigentes (quizá con un enfoque menos sanguinario) como vigentes siguen en las comunidades donde gobierna el PP. La lengua común, es decir, el español, seguirá retrocediendo en beneficio de las hablas locales, esenciales para cohesionar a la clientela regional, como ya sucede en Baleares o Valencia. Nuestro campo seguirá viéndose descuajado para sembrar eólicas y fotovoltaicas, como en Andalucía, Galicia o Aragón, nuevos tótems de un modelo energético concebido para servir a intereses ajenos a la soberanía nacional. Los sindicatos «dinásticos» (UGT y CCOO) seguirán viviendo del erario público y esa nueva estructura paragubernamental denominada «tercer sector» se sumará al festín como ocurre ya en Madrid. La política de inmigración se someterá a lo que Bruselas mande, como siempre ha ocurrido. Y en cuanto a las instituciones, nadie dude que pronto surgirá un «PSOE bueno» con el que pactar, mientras los partidos separatistas ganarán en dinero lo que, tal vez, pierdan en vehemencia secesionista.
Y el barco seguirá su rumbo suicida con un capitán, eso sí, limpio y sobrio. Una vez más, se salvará al sistema sacrificando a la nación. Esa es —me parece— la promesa de Feijoo, como fue en realidad la de Rajoy. La promesa de Feijoy.