Confieso que me cuesta trabajo entender qué espera obtener Núñez Feijoo —para los españoles, para los discapacitados, o incluso para su propio partido— de esa dócil implicación suya en la operación de reforma del artículo 49 de la Constitución a la que sin aparente esfuerzo ni contraprestación debidamente explicitada le acaba de arrastrar Pedro Sánchez.
Para empezar porque la redacción del artículo 49 CE que se pretende finiquitar —la salida de nuestros debates constituyentes— es difícilmente objetable. Partiendo de la base —sentada por el 14— de que todos los españoles «son iguales ante la ley, sin que pueda prevalecer discriminación alguna por razón de nacimiento, raza, sexo, religión, opinión o cualquier otra condición o circunstancia personal o social», referencia esta última que sin duda engloba la discapacidad, sea del tipo que sea; y entroncando directamente con el mandato —recogido en el 9— que endosa a los poderes públicos la obligación de «promover las condiciones para que la libertad y la igualdad del individuo y de los grupos en que se integra sean reales y efectivas; remover los obstáculos que impidan o dificulten su plenitud y facilitar la participación de todos los ciudadanos en la vida política, económica, cultural y social», el mentado art. 49 quiso ir un paso más allá en el reforzamiento del carácter social de nuestro Estado comprometiendo a éste en la realización de «una política de previsión, tratamiento, rehabilitación e integración de los disminuidos físicos, sensoriales y psíquicos a los que prestarán la atención especializada que requieran y los ampararán especialmente para el disfrute de los derechos que este Título otorga a todos los ciudadanos».
La crítica al mismo se focalizó desde tiempo atrás en el uso del término «disminuidos», que se consideraba menos respetuoso que el de «discapacitados». Disyuntiva ésta en la que no me considero legitimado para entrar, pero que a la postre ha quedado obviada por el recurso a un término que a buen seguro nadie utiliza en su vida cotidiana —el de «personas con discapacidad»: del mismo modo que nadie llama a los padres «personas con hijos», ni a los electores «personas con derecho a voto»—; sólo para dejar paso a la introducción en el texto constitucional de cuatro bultos sospechosos que en modo alguno deberían tener cabida en nuestra Carta Magna: una suposición, una contradicción, una redundancia, y una discriminación. En efecto: la reforma apadrinada por socialistas y populares arranca con una suposición que por descontado desearíamos fuera cierta —la de que «las personas con discapacidad ejercen los derechos previstos en este título en condiciones de libertad e igualdad reales y efectivas»—, pero que está de más en una Constitución que, por ser un texto de naturaleza normativa, está llamado bien a prescribir, bien a prohibir conductas, pero no a describirlas; continúa con una contradicción: la que resulta de afirmar por un lado que los discapacitados ejercen ya —el precepto está redactado en presente de indicativo— sus derechos «en condiciones de libertad e igualdad reales y efectivas», pero que al mismo tiempo es necesario impulsar «políticas que garanticen la plena autonomía personal y la inclusión social» de éstos; apuesta esta que además es redundante en la medida en que se halla recogida en el ya citado artículo 9; y concluye con la guinda de una discriminación especialmente obscena: la que ordena atender «particularmente las necesidades específicas de las mujeres y los menores con discapacidad». Y es que, dejando al margen lo absurdo que resulta en la tercera década ya del siglo XXI seguir etiquetando a las mujeres como un colectivo desprotegido, resulta indefendible que hablando de discapacidad no sea esta —en sus distintos grados— sino el «género» la unidad de medida con la que se gradúe la acción protectora del Estado; que la Constitución entienda menos necesitado de protección a un que a una invidente, y más a una que a un parapléjico.
Con todo, lo más preocupante de esta iniciativa no es tanto lo que dice como lo que supone y lo que sugiere.
Primero, porque brinda un valiosísimo balón de oxígeno —dos, en realidad— a Sánchez, quien de ahora en adelante podrá presumir ante propios y extraños de su capacidad para pactar no solo con la izquierda y los nacionalismos, sino también con la —llamémosle así— derecha; al tiempo que le habilita para desmentir tanto dentro como fuera de España cualquier acusación de golpismo con la exhibición del certificado recién expedido desde Génova 13 de que él se halla exactamente igual de comprometido que el propio Feijoo en la defensa de los derechos fundamentales y en el avance de la Constitución.
Y segundo, porque abierto el melón de las reformas constitucionales a la carta, no habremos de esperar mucho para que se pongan sobre la mesa nuevas iniciativas que trufen la Constitución de reivindicaciones sectoriales más o menos legítimas —por más que la mayor parte de ellas se encuentren ya sobradamente satisfechas por las políticas del Gobierno de turno— hasta acabar convirtiéndola en una acumulación de parches superpuestos que apenas dejen visible la fábrica original; para que la redacción sintética que los constituyentes acertaron dar a su trabajo quede sepultada bajo esos redactados hipertrofiados, farragosos y dogmáticos, tan característicos del «nuevo constitucionalismo latinoamericano» que la izquierda acaricia en sus sueños más húmedos; y para que la correcta prosa de nuestra Constitución deje paso a eso que eufemísticamente hemos dado en llamar el «lenguaje no sexista». Y todo ello mientras huimos de los problemas reales de los españoles, rehusamos a consultar su opinión, y nos contentamos con niveles de consenso no ya inferiores a los de 1978, sino incluso a los de 1992 y 2011.