La ceremonia inaugural de los Juegos Olímpicos de París no ha dejado indiferente a nadie. La escena más comentada ha sido la parodia de una Última Cena cuyo plato único reunió todos los ingredientes de la despensa woke. Sabedores de que los católicos pondrán su otra mejilla, los organizadores del espectáculo han tenido, no obstante, que pedir disculpas por ofender a quienes ven cómo en la antaño cristianísima nación, en la que arden las agujas catedralicias, se hace mofa de los principales dogmas de la religión que ha contribuido a fraguar la Europa actual. La reinterpretación de la escena bíblica, sin embargo, no es del todo original, pues desde hace más de seis décadas existe un precedente cinematográfico de lo visto sobre las aguas del Sena: la cena que rodó Luis Buñuel en Viridiana, película premiada en Cannes, en la que el cineasta aragonés, inspirado en la pintura de Leonardo da Vinci, congregó a una serie de mendigos. Las semejanzas entre ambas imágenes, sin embargo, no ocultan la evidencia de que, en el caso actual, la mostrada al mundo se ha hecho desde instancias oficiales, mientras que la filmada por Buñuel constituye una más dentro de una obra repleta de elementos religiosos, algunos de los cuales le acarrearon no pocos problemas.
La apertura de los Juegos Olímpicos de París, los terceros que se celebran allí, muestran a las claras hasta qué punto el mundo woke se identifica con amplios sectores del entramado empresarial de mayor escala, el mismo que sostiene las propias Olimpiadas. La ceremonia, en suma, viene a dar continuidad a campañas publicitarias obsesivamente sexistas y racistas. Los fastos parisinos ofrecen una enorme variedad, un mercado pletórico de perfiles individualistas, singulares, autodeterminados. El Sena, convertido en una pasarela, contrasta, sin embargo, con barrios en los que han desaparecido los lemas revolucionarios evocados por la cabeza de María Antonieta, también exhibida al mundo como un extraño trofeo. Lejos del río, la sharía ha arrumbado muchos de los logros de una sangrieta revolución que dio paso a la famosa grandeza francesa sustentada, en gran medida, en un colonialismo que todavía mantiene el franco CFA.
Los actuales Juegos han desbordado ampliamente el altius, fortius, citius, para servir de escaparate a un extraño carrusel fluvial que, pretendiendo convertirse en una fiesta de la inclusividad, apenas ha podido encubrir la realidad de naciones, pues, de momento, los atletas compiten bajo pabellones nacionales, en las cuales los homosexuales están amenazados de muerte y las mujeres distan mucho de ser iguales en derechos a los varones. Nada de esto, sin embargo, importa a una organización y a unos patrocinadores que adoctrinan moralmente a un público que cuando se aleja de las telepantallas se da de bruces con una realidad mucho más cruda que la representada sobre las barcazas parisinas. Lejos de los focos que iluminaron el río, aparece la verdadera Francia, anticipo del futuro de otras naciones, que en el pecado de su colonialismo lleva su penitencia suburbial.