El ejemplo más plástico de las purgas soviéticas, en las que se inspiró Orwell para dar forma a su célebre «vaporización», son un conjunto de fotografías de las cuales, con el paso del tiempo y un hábil uso del aerógrafo, fueron desapareciendo personajes incómodos. No hay más que ver la imagen de Lenin subido a una tribuna para arengar a las tropas que partían hacia el frente de Polonia para comprobar que de ella se ausentaron Trotski y Kámenev. Unos oportunos peldaños de madera sustituyeron las efigies de tan heterodoxos camaradas. A estas prácticas fotográficamente vaporizantes, se sumó Stalin, que como es sabido, se fue quedando solo en algunas fotografías. Los soviéticos, sin embargo, no hacían más que dar continuidad a la clásica damnatio memoriae empleada por un imperio, el romano, en el que, al menos desde un punto de vista religioso, se miró Rusia para establecer en Moscú la Tercera Roma. Más de un siglo después, aunque la imagen en movimiento, el cine y la televisión al que todos accedemos desde nuestros celulares, ocupan un amplio espacio en nuestro presente, la imagen estática, la fotografía, sigue atesorando un gran simbólico.
Dentro de la serie de imágenes que ilustran el presente más inmediato destaca la capturada la pasada semana. En ella aparecían los socialistas Pedro Sánchez y Santos Cerdán, y los bildutarras, Mertxe Aizpurua y Gorka Elejabarrieta. Que el PSOE ha negociado en numerosas ocasiones con la banda terrorista ETA no es, en absoluto, noticia. De hecho, no son pocos los españoles que aprobaron en su día aquellas conversaciones discretas de las que la banda, visceralmente hispanófoba, levantaba cumplidas actas. Muchos, incluso, atenidos a una perspectiva puramente eticista, las veían como positivas. La política, decían, debía quedarse en un segundo plano para evitar más derramamiento de sangre. Sin saberlo, quienes así razonaban, no hacían más que entrar, de modo inconsciente, dentro de la lógica de toda acción terrorista: la consecución de logros políticos.
De aquel tiempo proceden muchas de las dialogantes justificaciones que recientemente se han esgrimido para hacer digerible la imagen de Sánchez junto a Mertxe Aizpurua, condenada por enaltecimiento del terrorismo y responsable de la portada de Egin con el titular «Ortega vuelve a la cárcel», en referencia Ortega Lara, y de Gorka Elejabarrieta, asistente al homenaje que se ofreció a Alex Akarregi cuando éste salió de prisión tras cumplir condena por formar parte de la estructura logística del aparato militar de ETA.
La foto de esta semana, que viene a culminar un proceso cuidadosamente diseñado, es deudora de la tomada en 2006, cuando Patxi López, acompañado por Rodolfo Ares, apareció, con rictus serio, compartiendo mesa con Arnaldo Otegui, Rufi Etxeberria y Olatz Dañobeiti. Casi dos décadas después, el secesionismo vasco ya no necesita de la banda terrorista, razón por la cual, revestido de ropajes de género y sostenibilidad, Bildu, que amenaza con arrinconar en su originario espacio vizcaíno al PNV, se pasea por los elegantes salones a los que Sánchez no está dispuesto a renunciar. Unos salones cuyas puertas dejaron entreabiertas siete encorbatados hombres que permanecen inmortalizados, sin amenaza de vaporización, en una vieja foto en blanco y negro.