«Ser es defenderse», Ramiro de Maeztu
María Zaldívar es periodista y licenciada en Ciencias Políticas por la Universidad Católica de Argentina. Autora del libro 'Peronismo demoliciones: sociedad de responsabilidad ilimitada' (Edivern, 2014)
María Zaldívar es periodista y licenciada en Ciencias Políticas por la Universidad Católica de Argentina. Autora del libro 'Peronismo demoliciones: sociedad de responsabilidad ilimitada' (Edivern, 2014)

La violencia está de moda

26 de octubre de 2024

La violencia como herramienta de comunicación política es tan antigua como efectiva. El problema son sus consecuencias. La historia arroja nombres y ejemplos a lo largo del devenir de la civilización y se comprueba que los mecanismos no han cambiado demasiado.  

Esencialmente, hay dos formas de liderar; en un caso, se apela a un discurso convocante que invoca un objetivo superador que llama y contiene a todos; la grandeza de la nación, su historia y tradiciones, por ejemplo. El orgullo nacional fue siempre la clave discursiva de Winston Churchill. Construir la unidad de los habitantes con ese tipo de mensaje político es contrario a violencia. Estados Unidos como sinónimo de «tierra de oportunidades» está en esa misma línea, el país del «sueño americano», donde los objetivos personales se alcanzan y vale para nativos y extranjeros. Estos discursos no segregan a nadie y cualquiera que los escucha puede sentirse llamado a ser parte; es un mensaje que integra; no importan las diferencias ideológicas o coyunturales; hay un bien superior al que se puede aspirar sin distinciones del rincón ideológico en el que cada uno se ubique. Luego está la otra forma de liderar, la que aplica la no menos famosa teoría del amigo-enemigo que plantea un «ellos o nosotros» donde, obviamente «ellos» son los malos y por eso hay que enfrentarlos y combatirlos.

Esta modalidad de gestionar el liderazgo lleva consigo el germen del conflicto; inevitablemente y con premeditación deja personas fuera del proyecto porque sólo los que coinciden con el líder lo comparten. Muy lejos de un propósito que incluya a todos, el sesgo mismo de esta perspectiva expulsa mientras el líder se queda únicamente con los «buenos», a quienes convoca a la acción y a la fidelidad.

Históricamente, ese modo de liderazgo fue propio de las izquierdas y los regímenes extremos, que no valoran la paz social sino todo lo contrario, que viven con comodidad en el desorden y el conflicto que ellos mismos azuzan. De Hitler a Mussolini, de Perón a Putin, de Chávez a Pedro Sánchez, con mayor o menor intensidad, todos han practicado un discurso cargado de improperios y descalificaciones hacia el adversario, «otro» irremediablemente malo, malísimo y, a veces, hasta imaginario porque si tal enemigo no es tal, lo inventan.

La violencia en el debate político es un fenómeno complejo y preocupante, que ha afectado a sociedades de todo el mundo a lo largo de la historia. Su manifestación adquiere diversas formas, desde el debate de ideas subido de tono hasta el terrorismo y la represión estatal.

En principio, esa violencia política surgía de una combinación de factores económicos, sociales y culturales. La frustración en cualquiera de los ámbitos mencionados es el caldo de cultivo para una sociedad alterada.

Sin embargo, en el último tiempo ese estilo político de confrontación que ha ganado popularidad en casi todo el mundo, tiene un componente novedoso: es ejercido por las derechas. Como se dijo, históricamente la violencia fue patrimonio de las izquierdas y las dictaduras.

Las derechas, caracterizadas por la prudencia y las formas amables y urbanizadas, han empezado a mostrar líderes con discursos agresivos y modales de dudoso buen gusto. Independientemente de las preferencias del público, este cambio de paradigma ha descolocado a los «dueños» históricos del conflicto. Ahora las derechas ganan la calle, hasta hace muy poco patrimonio exclusivo de los grupos radicalizados, sindicatos y ciertos partidos políticos; lo hacen incentivados y amparados en líderes que los convocan a librar una batalla cultural contra el discurso y las políticas de izquierdas. Este proceso viene acompañado del surgimiento de figuras carismáticas con una ideología opuesta a los que han liderado siempre la protesta callejera, figuras que adoptan un vocabulario duro, sin eufemismos, confrontativo en el que no falta el señalamiento explícito de quién consideran en la vereda de enfrente, a veces hasta personalizando, con nombre y apellidos.

Este liderazgo, lejos de conducir pacíficamente, exacerba las diferencias y se nutre de ellas; en realidad, la confrontación y la descalificación de quienes no adhieren a su mantra es el mensaje.

El politólogo Moisés Naim explica este fenómeno con la teoría de las 3 «p». Sostiene que en estos tiempos en la política mandan la post-verdad, la polarización y el populismo, novedosamente ejercidas desde otro lugar.

La sociedad actual se encuentra cada vez más dividida en términos ideológicos, culturales y económicos. Esa polarización genera un ambiente propicio para discursos confrontativos que impactan en las emociones porque hacen pie en las frustraciones de diferentes grupos.

Las plataformas digitales, por su parte, amplifican esos mensajes extremos y polarizados. La inmediatez y el alcance de las redes sociales permiten que los políticos utilicen la confrontación como método de comunicación y fidelización. Pero en ese proceso, aquellos que se sienten representados por el discurso encendido, tienden a fanatizarse y la violencia verbal del líder empieza a multiplicarse. Sus seguidores, en el afán de parecerse, copian sus insultos; el «enemigo» ha sido señalado, tiene cara. Luego, la escalada se da sola.

Hay otro ingrediente clave en esta construcción: la falta de confianza en los partidos políticos tradicionales y en las instituciones democráticas. Esa veta, absolutamente válida, ha llevado a algunos líderes a adoptar un estilo agresivo y crítico, que les permita diferenciarse del pasado y conectarse con un electorado desencantado. De ahí a convertir la ofensa, el improperio y la humillación del otro es un mecanismo de provocación que aviva el enfrentamiento y profundiza el desencuentro.

Sin embargo, consultores políticos escasos de escrúpulos, ante la efectividad de esta metodología de comunicación, la están aplicando como estrategia electoral. Marcar las diferencias es provechoso y necesario pero no alentar la violencia, porque es una herramienta peligrosa que se pone en marcha y luego adquiere vida propia.

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