A veces nos provocan. Y algunas de esas veces es para bien. El otro día, inesperadamente, en un Bachillerato internacional del máximo prestigio, un alumno preguntó por qué el latín no se había convertido en lengua de Europa. Al fin y al cabo, el hebreo resucitó para dar una seña de identidad al nacionalismo israelí, y ha funcionado. Me hizo pensar.
Dice el profesor Nicola Gardini que saber latín es tan importante como saber cómo se reproducen las células o saber física cuántica. Y aunque él se dedica a enseñar Literatura en la misma Facultad que fue de J.R.R. Tolkien, creo que se equivoca. Saber latín es más importante. Si hay una identidad -occidental para unos, europea para todos- el latín está en su ADN y además es una parte esencial de su sistema inmunológico.
La pregunta más reveladora sobre el que la hace es cada día más frecuente: “¿Para qué sirve el latín?”. Una pregunta que con frecuencia pretende ser irónica y que ya a menudo se nos ofrece convertida en negación. Entre los políticos, y muy especialmente entre los políticos dedicados a la Educación, la moda se ha extendido. Una pregunta-trampa en la que, llevados por los progres que crean desde 1968 las modas culturales y educativas, han caído unos tras otros todos los ministros centristas, moderados, confesionales y/o pacatos, desde José Luis Villar Palasí a Íñigo Méndez de Vigo, pasando por un José Ignacio Wert que casi, pero sólo casi, rompió la norma con su LOMCE.
Y por supuesto esa pregunta tiene una respuesta, en los términos del capitalismo y del liberalismo como en los del progresismo y el marxismo: no sirve para nada. Si el “servir” se mide en utilidad económica, no sirve. Si el “servir” implica utilidad cortoplacista, sea individual sea electoral, no sirve. Si el “servir” se mide en “progreso” social (o sea uniformización forzosa y destrucción de identidades), el latín no sólo no sirve sino que es peligroso.
El latín es parte de lo que somos como comunidad humana: sólo con latín desde el latín somos españoles y somos europeos. No se trata de un amor o de un gusto personales, sino de la constatación de un hecho: España empieza a ser, y a ser Europa, cuando llegan los Escipiones a nuestras costas. En latín se une Hispania y recibe nombre, y produce un Séneca tras haber pasado por ella un César y un Augusto. En latín rige el mundo el hispano Trajano. No entenderíamos el mundo como lo entendemos sin Cicerón y sin Virgilio, ni España sería España sin tener en el latín su primera lengua común. No hace falta saber lingüística ni literatura para ser deudores del latín, como lo somos todos. ¿Y entonces para qué suprimir el latín en vez de extenderlo? Quizá porque, con la excusa de la formación empresaria u otras memeces sórdidas, hay más partidarios de los que creemos de la liquidación de la identidad milenaria de estas tierras.
Conocer el latín nos da conciencia de ser lo que somos y de no ser lo que no somos. Por supuesto, quienes crean que sólo somos un trozo de carne animado que sólo puede medir el éxito vital en su cuenta bancaria lo verán inútil. Y tendrán razón. Pero el latín, además de pertenecernos en lo más íntimo, como individuos y como comunidad, nos permite ver el mundo -y las demás materias de estudio- con otros ojos, con una visión más amplia. De hecho, en sistemas educativos más libres, el latín es un instrumento pedagógico de primer orden en los centros y los grupos más elevados en calidad. No por casualidad: más allá de la “utilidad” inmediata que se puede pretender de una materia de FP, el latín forma y vertebra a los futuros dirigentes de esta comunidad, si ha de seguir existiendo.
Todo esto hace lógico que quienes no quieran un futuro ni para España ni para Europa quieran el latín fuera de las aulas. El latín es inútil para cualquier materialista miope. Es un mal en sí mismo para cualquier marxista, sea progre sea ortodoxo. Y es un enemigo para todos esos separatismos periféricos que, para tener alguna oportunidad, han de negar la identidad española e inventar de nuevo la historia de Europa. Por eso queremos el latín en las aulas y en los corazones, porque sí es una lengua viva y su vida es la nuestra.