El literato Kazuo Ishiguro novelaba en “Los restos del día” el capítulo acaecido en una casa solariega de la campiña inglesa, sede de una crucial conferencia internacional que dictaminaría el devenir de la Europa interbellum. Piedra victoriana revestida con alfombras y tapices albergaría un congreso celebrado en el condado de Oxford para deliberar el pronunciamiento de buena parte de la Cámara de los Lores en lo referente al Tercer Reich.
Como combatiente en la Gran Guerra, el noble anfitrión se sentía en deuda con Alemania. Las injustas cláusulas a las que los Aliados habían sometido en el Tratado de Versalles a los vencidos vetaron la tradicional cordialidad al sabor del más espirituoso de los aguardientes. La indignidad atormentaba a un Lord Darlington que encontró en la germanofilia su ansiada redención. Y es que el armisticio no fue un pacto propio de caballeros.
Frente a la amenaza orquestada por el Kremlin, Europa interpreta un cometido apaciguador de la escuela de Chamberlain, deambulando por el escenario y vociferando sanciones
Sin embargo, la moraleja no estriba en el fiel pero desdichado desenlace del gentilhombre. El semper fidelis mayordomo Stevens conservaba que la servidumbre obedeciera a sus quehaceres durante el discernimiento de los huéspedes. Velaba por garantizar que el orden y la tradición aún prevaleciesen en el maremágnum revolucionario que asolaba al continente europeo. Y en la Gran Bretaña de entreguerras, aunque el hábito no hiciera al monje, es bien sabido que lo salvaguardó. Siquiera hasta la intrusión de un congresista norteamericano que turbó la paz y se aprovechó del ostracismo al conde de Darlington para sacar tajada.
En la secularización del credo señorial está la razón por la que la justicia no podrá reinar en una Ucrania interesadamente armada por Bruselas. Abjurar de la realpolitik y desempolvar los ahora trasnochados procederes caballerescos es el bálsamo de Fierabrás para una diplomacia gestionada por políticos profesionales. A pesar de las saetas aduladoras del oportunismo atlantista, no han de usurparnos el privilegio de corresponder a nuestros contendientes con el honor que todo enemigo merece.
Frente a la amenaza orquestada por el Kremlin, Europa interpreta un cometido apaciguador de la escuela de Chamberlain, deambulando por el escenario y vociferando sanciones, mientras carros de combate rusos danzan por la ribera del Dniéper al compás Prokófiev. Ante la desinformación propagada hacia el este por Washington y la invasión preventiva de Moscú para desanimarla, es menester fortificar un Darlington Hall que temple entrambos imperialismos. Y no declinar una invitación a beber vodka siberiano, por muchos manhattans que nos brinden.