Durante la pandemia, la terraza se convirtió en un símbolo de libertad en Madrid. Frente al encierro y las muchas prohibiciones, poder sacar las mesas y servir unos calamares se consideró la más grande hazaña de la libre empresa desde Reagan.
La terraza es algo que podemos permitirnos. En un palmo de calle, y puede ser cualquier calle, junto a tubos de escape o cacas de perro, el paisano se sienta a enchufarse unas cervezas y con el ligero sopor de la alcoholización, el rumor de la conversación y la vida parecen una cosa dulce y aquello se siente Saint-Tropez. Es un ocio barato, hablar aun es gratis.
Pero la terracita ahora está amenazada, no por el reglamento covidiano sino por una amenaza exógena: la paloma. La gran sin papeles.
El otro día, harto ya de pensar en España, decidí darme un descanso. Vi una terracita desierta y allí me senté. Pedí una «consumición», y, por favor, unas patatitas, y cuando iba mi espíritu a vagar, a darse a la contemplación, me dio un pequeño dolor lumbar, estiré mi espalda, en los límites de la luxación (que no del luxo), miré hacia lo alto y allí vi una imagen espantosa. Unas palomas formando en escuadrón me miraban desde unos alféizares aledaños. Al ver mi cara de sorpresa y no poco horror, pues sentí la amenaza muy viva, se cernieron sobre mí y sobre mi mesa, cuyo perímetro rodearon. Durante un instante, cuatro bicharracos alados suspensos en el aire extendían sus garras. Yo me vi como Tippi Hedren en Los Pájaros y del respingo casi me caigo al suelo. De repente, cuatro palomas rodeaban el plato de patatitas. Se habían tomado la libertad de sentarse a mi mesa.
Entonces las pude ver de cerca: del color de la ceniza, con tonos irisados, pero nada de la proverbial belleza de la paloma blanca de los poetas. Estas palomas no se equivocaban en absoluto, eran palomas urbanitas y en pandilla, como una tribu de Columbis Kings.
Podría contar que me quedé allí a hacerles el pecho palomo y a plantarles cara, pero no soy un columnista pepero milhombres vendiendo la burra posumbralista, soy solo un plumilla de la extrema extremidad, así que me atendré a la verdad: me levanté indignado y las dejé allí picoteando las patatas con fruición violenta. Eran como socialistas a los que hubieran echado Fondos Europeos. Me fui a pagar a la caja (también a protegerme) y cuando miré atrás, cosa que no hay que hacer, vi una escena apocalíptica: las patatitas saltaban hechas trizas del plato y las palomas bailaban sobre la mesa.
Mi comportamiento no fue heroico, pero he de reconocer que desde que leí que Luis Canut contrajo una grave enfermedad por el contacto con las palomas, he desarrollado ciertos reparos a compartir mesa con ellas.
No tengo nada en contra de las palomas, de hecho tengo algunas amigas que son paloma, y no soy columbófobo, no tengo problema si vienen con permiso y se quedan en la plaza, donde siempre estuvieron, esperando el puñado de grano del niño y el abuelo. Pero estas palomas modernas globalistas están subvirtiendo las cosas.
Si esa terraza estaba desierta, era precisamente por ellas. La paloma podrá convivir aun un tiempo con nosotros pacíficamente, pero ya es una innegable amenaza para nuestra forma de vida y nuestras libertades, entre las cuales la terraza es la más baratita y ejercitable. Antes aparecía alguna paloma pedigüeña como aparece el del acordeón a tocar Clavelitos, y no me llamen especista, pero esto es otra cosa. Son famélica legión. Un conflicto muy serio asoma cuando ni siquiera podemos sentarnos en las terrazas que entre todos nos dimos. Entonces, ¿palomas o terrazas? ¿comunismo o libertad? ¿tomará medidas Madrid?