Sonó el teléfono. Estaba en la mesita en la que él estaba trabajando, sepultado bajo un montón de papeles y documentos. Cuando lo encontró, echó un vistazo rápido a la pantalla antes de descolgar. Llevaba tiempo pensando en llamarme así que, en una especie de sincronicidad junguiana, le pareció lo más normal del mundo que lo hiciera yo. «¡Hombre, Esperanza! Qué casualidad que me llames, llevo dos días acordándome de ti. Tenemos que quedar para cenar, ya tengo el sitio. No sabes la ilusión que me hace, he estado pensando mucho en ello».
—Ay, Salvador, qué cosas me dices…— contestó Esperanza Aguirre arrobada.
Me lo contó Sostres al día siguiente, muy divertido, imitando un coqueto sonrojo.
Sin embargo, a la exministra no le tembló la voz el sábado pasado en Ferraz, ante la sede nacional del PSOE. Acudió a una de las concentraciones —según Susana Griso era la manifiestación de Schrödinger: espontánea y auspiciada por Vox al mismo tiempo— en las que se protestaba contra el acuerdo de los socialistas con los partidos independentistas, la ley de amnistía y la condonación de la deuda 15.000 millones de euros a Cataluña a cambio del voto favorable a la investidura de Pedro Sánchez.
Esperanza, sin maquillar ni enjoyar, con modorra sabatina, como cuando no piensas salir y a última hora te lías, se echó a la calle. Ante la «reunión» —un tanto descafeinada— de españoles comprometidos, decidió tomar la iniciativa. Analizó rápido y vio que lo suyo era parar el tráfico. Aguirre se convirtió el sábado en una Madelon patria animando a gentes de bien; en la libertad pepera guiando al pueblo; en la lideresa antisistema que, con un gesto de «pitas, pitas, pitas», cruzó un paso de cebra e inició una revolución mediática y policial.
Si bien en su pasado de expresidente de la Comunidad de Madrid y del Senado la izquierda la crucificaba día sí, día también —los guiñoles en Canal+ se cebaban especialmente con ella— ahora tiene que soportar, además, aquí se llevan regular las categorías sociales, el fuego amigo. López Miras y Celia Villalobos —ningún progre camuflado sin su selfi moral— han declarado que Esperanza Aguirre no les representa. Demasiado vandálica, demasiado populista. Esperanza Aguirre, señora de morado sobre paisaje urbano; protomanifestante de lo que conoceremos como el 6N sobre cartón de Goya.
La condesa consorte de Bornos conoce —al estilo de los hermanos de El Rompimiento de Gloria— los códigos y los arcanos de su casta. Aguirre no es una señora del barrio de Salamanca ni conecta, como Ayuso, con la derecha tabernaria. A Esperanza, desde su palacete en Malasaña, el majismo aristocrático no le sienta especialmente bien. Lo populachero, en ella, resulta impostado.
Hace unos días Felipe González respondía airado a la pregunta de si se hubiera hecho una foto con Puigdemont con un «¿por quién me toma?». Le contestaríamos que «por un socialista», al igual que cabría recordar a la señora Aguirre que el «golpe» no ha venido de golpe. Si hace un cuarto de hora pedía a Feijoo que le cediera sus votos a Sánchez; si hace 40 años que el PP es una banda tributo del PSOE, el gesto del sábado pasado le honra pero no sabe a nada.
Ahora que le está pillando el gustillo al activismo, ahora que utiliza jerga policial, frecuenta manifas y cose a zascas a presentadoras de medio pelo, habrá que estar atentos. No vaya a ser que le dé por disputar a Feijoo lo que en su día no le quiso disputar a Rajoy.