Creo que fue el New York Times el que contó que Donald Trump bebía una docena de Coca-Colas Light al día. Quizás fuera lo único cierto que publicaron sobre él. Al parecer, las pedía apretando un botón rojo que tenía en el Despacho Oval, en el resolution desk presidencial. La gente se ponía nerviosa pensando que era el botón nuclear, pero al rato aparecía un mayordomo con una Light.
Es curioso esto porque Trump tuiteó una vez: «Nunca he visto a nadie delgado bebiendo Coca Cola Light». En inglés se dice diet coke, refresco dietético, que quizás describe mejor el origen pretendidamente salutífero de estos productos: refrescos que surgieron a principios de los 80, los apolíneos 80, en plena preocupación por la línea.
Trump tuiteaba irónico sobre sí mismo, adicto a la comida basura, y el sinsentido de estar a dieta y seguir bebiendo Coca-Cola. Algo posible, en teoría, al sustituir el azúcar por un edulcorante no calórico, el aspartamo. Este endulzante sintético fue descubierto por error por un científico que buscaba un remedio contra la úlcera. La sustancia se le derramó sobre un dedo y al probarla comprobó que sabía dulce. Un poco más que dulce: doscientas veces más dulce que el azúcar.
La empresa que lo creó fue Searle y en ella era director ejecutivo Donald Rumsfeld, un intermedio en la empresa privada tras haber sido el jovencísimo secretario de Defensa con Gerald Ford y antes de colaborar con Reagan en su equipo de transición. Una de las primeras decisiones de esa administración (1981) fue nombrar al director comisionado de la FDA, la agencia reguladora de la salud alimentaria y los medicamentos que había prohibido el aspartamo previamente en base a informes que lo relacionaban con el tumor cerebral. El nuevo director nombró otra comisión que acabó aprobando definitivamente el uso alimentario del aspartamo.
Searle sería comprada poco después por Monsanto, por cantidades millonarias, y Rumsfeld, enriquecido, volvería a la política para ser secretario de Defensa con George Bush, responsable, por tanto, de la invasión de Irak con el argumento de las armas de destrucción masiva, según un sistema de evidencias que el propio Rumsfeld describió en frase para la historia: «Hay cosas que sabemos que sabemos, cosas que sabemos que no sabemos y cosas que no sabemos que no sabemos».
Estos días se avanza que la OMS va a considerar cancerígeno el aspartamo, lo que puede ser un cataclismo para los paraísos de la dulzura artificial. En el aspartamo hay una historia de la derecha americana del último medio siglo, desde su muy liberal aprobación reaganiana previa al boom hedonista y consumista de los años 80, hasta la aceptación gordinflona, resignada y populista de Trump y, entre los dos, Donald Rumsfeld, que junto a Dick Cheney o Karl Rove, otros halcones neocon, fue, en palabras de Sheldon Wolin, uno de esos «operadores políticos avezados» con experiencia a la vez en el gobierno y en el funcionamiento interno del mundo corporativo. «Su habilidad radicó en el manejo del sistema dual de Estado y corporación». Su efecto en el mundo y nuestros cuerpos resulta difícil de ignorar.