En mi artículo de la semana pasada, traté el elemento indispensable para afrontar con responsabilidad el futuro. Además alertaba acerca de lo peligroso que es dejar en manos de políticos y medios de comunicación, la explicación de los hechos que se producen a diario. Por último, invitaba al lector al encuentro con ese elemento, que no es otro que la búsqueda del conocimiento por uno mismo, y proponía hacer un hueco donde colocar las lecturas que ayuden a comprender el porqué. Sólo de ese modo podemos sentar las bases de lo que precisamos para el futuro, sin duda el más incierto desde la Transición por la descomunal desorientación que sufrimos, propiciada por la indefensión de nuestros valores, usos y costumbres.
La concreción de esa indefensión a la que me refiero se ha llevado a cabo por parte de los poderes públicos en connivencia con nuestra actitud pasiva, consintiendo el arrinconamiento del humanismo y la patria. Así, el abandono del ser humano y sus raíces, nos ha hecho insensibles hasta el punto de catalogar todo a nuestro alrededor como un conjunto valorable económicamente. Escucho con desazón en no pocas ocasiones que “todo tiene un precio”. Es desolador comprobar hasta qué punto hemos trasladado nuestra razón de ser al rincón de los trastos viejos, para adoptar elementos externos que no complementan los que tenemos, si no que arrumban lo ya existente siendo sustituido por un nuevo concepto de individuo, que prima el continente sobre el contenido. No hablo de dioses ni de banderas, creencias y símbolos que merecen sin duda la más alta dignidad y respeto desde la esfera personal. Hablo de historia y sentimientos. De conocimiento y libertad. Este mundo de progreso e inmediatez donde el presente se vuelve pasado mientras se está produciendo, no deja margen para saborear las mieles de lo que fuimos, pero nos tatúa con su lacre las hieles de aquello en lo que nos hemos convertido. Mientras muchos se resignan, otros nos rebelamos y adoptamos la literatura como cauce de denuncia, materializando el compromiso que como ciudadanos nos toca ejercer.
La literatura se convierte en voz de la conciencia de quien escribe y adquiere sentido y consistencia cuando encuentra reflexión receptiva. Es imaginación pero también certeza. Adquiere su máxima expresión en el empleo de la palabra adecuada dejando al desnudo las intimidades del autor. Es sinceridad más que cualquier otra cosa y por este motivo debe ser objeto de la mayor de las consideraciones. La literatura se inserta en nuestra vida y abarca todas las etapas de nuestra existencia: es descubrimiento y fantasía con Hans Christian Andersen en la niñez, es manifestación de inconformismo con Jonathan Swift en la juventud, es búsqueda de evasión con Walter Scott en la edad adulta y es compañía y sosiego con José Luis Sampedro en su tierno y “etrusco” homenaje a la ancianidad, aunque también angustia y decadencia encarnadas en el malogrado Max Estrella. Ni siquiera la muerte, trámite ineludible para todos y cada uno de nosotros, escapa a la exquisitez literaria en la brillante pluma de Jorge Manrique.
Cada vez que abrimos la tapa de un poema, una novela, una obra de teatro o de un buen ensayo volvemos a nuestros orígenes; a dar forma y sentido a nuestra existencia encontrando las respuestas, aquellas que de otra forma siempre se manifestarán con el sesgo partidista de quien las ofrece.
Ésta y no otra es la manera de conformar al individuo libre, evitando que su devenir como ser humano sea dirigido de una u otra forma dependiendo del régimen político de turno. Comencemos por valorar lo que tenemos desde ya y no echándolo de menos desde su carencia arrepintiéndonos después sin remedio. No hacerlo manifiesta una mal entendida docilidad que siempre se volverá en nuestra contra. No cabe duda de que su ejercicio representa una buena dosis de esfuerzo y a priori es menos llamativo que sentarse en el sofá a recibir una lluvia de flashes inconexos y vacíos. Sin embargo la recompensa es generosa a la larga. Por mi parte seguiré luchando contra el síndrome de la parálisis que en no pocas ocasiones asiste al escritor, tomándolo como una placentera incertidumbre recompensada por las satisfacciones de ser leído, esa que recibimos como el mayor de los regalos aquellos que, bien en modo amateur o profesional, nos dedicamos a esto de la narración.