Estos días observamos una coincidencia inquietante. Maduro despotricó contra WhatsApp, aplicación que invitó a eliminar del móvil —quizás lo único sensato que ha dicho Maduro— y contra Elon Musk, cuyo X ordenó cerrar. Estas posiciones suyas, poco sorprendentes, coinciden con las críticas severas que desde el Reino Unido dirigen a Musk, al que consideran causa de los recientes disturbios. Las autoridades amenazan con penalizar hasta los malos retuits. Twitter, llámalo equis, es un problema.
Las quejas de la izquierda británica son algo más que un intento puntual de confundir la raíz de los problemas —la libertad de emitir mensajes y no las tensiones del multiculturalismo—. Una de las primeras cosa que se supo del gobierno laborista de Keir Starmer fue su intención de derogar la ley anti woke con la que se buscaba proteger la libertad de expresión en las universidades.
Musk ha recibido quejas de un mundo que, salvando las distancias, conocemos bien aquí: las élites y círculos progresistas que rodean al poder político y mediático, el hegemónico centro izquierda. En el mundo anglosajón esto conduce de modo directo a las grandes universidades, expendedoras de credenciales y fábricas de nueva ideología.
Esta semana conocimos también al que ha de ser complemento o moderación de Kamala Harris, Tim Walz, hombre blanco y maduro pero perdidamente wokizado ya, permisivo con la violencia del Black Lives Matter y partidario del control político del discurso. Para él, así lo ha expresado, la desinformación no es digna de protección.
Pero ¿qué es la desinformación? El discurso ahora mismo se divide en tres tipos: el discurso de odio, la desinformación y el discurso correcto, que sería el discurso una vez eliminamos el «odio» y la «desinformación».
El odio está ya recogido en las leyes para la protección de las minorías o colectivos vulnerables; es más específico. La clave actual es la llamada desinformación. Ahí se juega casi todo: qué es verdad y qué no.
El ataque de Maduro al X/Twitter de Musk coincide con el de los laboristas británicos, no muy lejos de lo expresado por la Unión Europea, el inefable Thierry Breton, o con lo que aquí repite Pedro Sánchez y corea el PP. La izquierda en las instituciones coincide con el centro europeo, una convergencia que ha canonizado Macron, y va desde Starmer, pasando por España, hasta el corazón de la UE. Un paradigma que cuestiona la libertad de expresión y que coincide con el Partido Demócrata de Estados Unidos. Si no gana Trump, eso es Occidente. Se perfila un bloque liberal progresista tecnoburocrático dirigido por élites gerenciales que controlan el discurso público, blindado alrededor de la nueva ortodoxia globalista y woke, un nuevo entendimiento del humanismo que se representó simbólica y universalmente en los Juegos Olímpicos. Starmer es una figura curiosa, central, más que representativa, un puente entre Obama/Kamala y Macron/Von der Leyen; presenta Starmer los tics ideológicos de los demócratas norteamericanos —se arrodilló por el BLM—, la tendencia a la represión cibernética de los burócratas bruselenses, el uso chino de la tecnología de reconocimiento y los perentorios problemas de Maduro con la libertad en la red social de Elon Musk. El liberalismo occidental, que de liberal tiene el nombre, da la cara en Inglaterra.