«Ser es defenderse», Ramiro de Maeztu
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Catedrático de Universidad y autor de "Defensa del liberalismo conservador" y "La fragilidad de la libertad", entre otras obras.
Catedrático de Universidad y autor de "Defensa del liberalismo conservador" y "La fragilidad de la libertad", entre otras obras.

Lo que nos jugamos en Ucrania

8 de septiembre de 2024

Desde hace un mes, Ucrania ha impreso un nuevo giro de guión a la guerra al contraatacar en Kursk, invadiendo suelo ruso por primera vez desde la Operación Barbarroja de 1941 y ocupando un territorio de más de mil kilómetros cuadrados que puede ser una carta en la manga en una futura negociación de armisticio. En realidad, Ucrania, como hizo Finlandia en 1939, lleva dos años y medio desafiando a los oráculos de lo inevitable: era inevitable que Rusia, con «el segundo ejército del mundo», la aplastase en tres días, pero Ucrania plantó cara; era inevitable que, superados los contratiempos iniciales, Rusia hiciese valer la fuerza del número y de sus «reservas infinitas», pero, al revés, Ucrania contraatacó en septiembre de 2022 y recuperó en una operación relámpago la mitad del terreno perdido en febrero y marzo, al tiempo que golpeaba duramente a la flota rusa y rompía el bloqueo del Mar Negro; desde entonces el conflicto se estancó en una guerra de trincheras, con lentísimo avance ruso en el Donbás, conseguido a un precio humano y material exorbitante. Lo cierto es que los ucranianos están dando al mundo una lección impresionante de patriotismo, imaginación táctica y aprovechamiento eficaz de sus recursos, que siguen siendo muy inferiores pese a la titubeante ayuda occidental. Todo eso, mientras soportan ataques criminales contra objetivos civiles, como el reciente bombardeo de un hospital en Poltava.

En España algunos repiten el discurso putinista que culpa a Ucrania del conflicto (Ucrania es culpable de existir y resistir), o bien a Occidente por asistirla. Otros, muchos, ven la guerra como distinta y distante, pidiendo neutralidad. Se equivocan, porque es muchísimo lo que está en juego.

Lo cierto es que en Europa hemos disfrutado desde 1945 ochenta años de paz que son inéditos en la Historia universal. Y el fundamento de esta pax europea son los principios jurídico-internacionales del orden de posguerra: especialmente, el artículo 2.4 de la Carta de Naciones Unidas, que garantiza la inviolabilidad territorial de los Estados; el mismo principio quedó incorporado al Acta de Helsinki de 1975, que creó la OSCE y abrió una era de cierta distensión entre las superpotencias. El principio implica que las fronteras ya nunca más deberían rectificarse por la fuerza: se acabaron las guerras de conquista, sea para recuperar Alsacia y Lorena, sea para adquirir un Lebensraum de esclavos en Europa oriental. Las fronteras de 1945 —contingentes, como todas, y especialmente lesivas para una Alemania que perdía territorios históricos como Silesia, Pomerania y Prusia Oriental— debían ser ya intocables. El principio se ha respetado: las únicas modificaciones han sido las particiones pacíficas de Checoslovaquia y de la propia URSS, y la traumática de Yugoslavia. De hecho, las únicas guerras en suelo europeo (las de Yugoslavia en 1991-95 y 1999) resultaron del intento serbio de conquistar territorios vecinos (las regiones de mayoría serbia en Croacia y Bosnia), que fue impedido por la intervención internacional. Desde 1945 no ha habido conquistas territoriales.

Por eso es tan grave lo que intenta Rusia desde 2022, a saber, apropiarse sin más de partes de Ucrania, convirtiendo el muñón restante en un Estado títere. Rusia no oculta sus intenciones: de hecho, ya ha formalizado la anexión de Crimea, Donetsk, Luhansk, Zaporizia y Jersón; partes de algunas de esas provincias aún están bajo control militar de Ucrania.

En virtud del memorándum de Budapest de 1994, Ucrania entregó a Rusia sus 1800 ojivas nucleares a cambio de la promesa rusa de respetar sus fronteras. Ucrania hubiera podido ser hoy potencia nuclear, pero confió en la palabra rusa y en las garantías occidentales. Y ya sabemos lo que significan los compromisos y principios internacionales para un agente del KGB (eso era Putin antes de 1999). La anexión de Ucrania por Rusia implicaría la voladura de los progresos conseguidos en el plano de la juridificación de las relaciones internacionales; el retorno a un escenario hobbesiano en el que no hay más Derecho que la fuerza y el pez grande se come al chico. Y esa gigantesca regresión es jaleada como «realismo» por muchos autodesignados expertos geopolíticos. (Oigo a algún lector objetar: «¡¿Y EE.UU. qué?!». No, EE.UU. no se ha anexionado un metro cuadrado de territorio desde 1945, y algunas de sus intervenciones militares, como la de Irak 1991 o la de Bosnia 1995, fueron dirigidas precisamente a impedir conquistas por parte de Sadam Hussein o Milosevic).

En los duros (para el mundo exsoviético) años 90, Rusia y Ucrania ya tomaron rumbos diferenciados: mientras que en octubre de 1993 Boris Yeltsin bombardeaba el Parlamento ruso (casi 150 muertos), en la recién independizada Ucrania el candidato opositor, Leonid Kuchma, derrotaba en las urnas en 1994 al presidente titular, Leonid Kravchuk, evidenciando que era posible el relevo democrático de los gobernantes, algo que no ha ocurrido nunca en Rusia. Desde 1994, sólo un presidente ucraniano, el propio Kuchma (1999), resultó reelegido, mientras que en Rusia se pasaba del gobierno alcohólico de Yeltsin al férreo y eterno de Putin, que lleva 24 años en el cargo (con un intervalo de presidencia títere de Medvedev en 2008-12). Desde entonces, con todos los problemas de cleptocracia y corrupción característicos del mundo exsoviético, Ucrania ha avanzado en la dirección de la democracia, como atestiguan los índices internacionales de transparencia y respeto a los derechos humanos, mientras que Rusia ponía proa hacia la autocracia nacionalista. Como explicaba el corresponsal Xavier Colás a Alvaro Peñas hace unos días, «el primer gran enemigo de Putin, Mijaíl Jodorkovski, estuvo diez años en la cárcel, pero el último gran enemigo de Putin, Alekséi Navalny, no ha salido vivo de la prisión»; el asesinato del rival de Putin Boris Nemtsov en 2015 fue seguido por manifestaciones de protesta, mientras que tras el de Navalny hace unos meses sólo algunos valientes se atrevieron a poner unas velas de duelo, y fueron detenidos por la policía.

Putin, obsesionado por la Historia, ha declarado que «la desintegración de la URSS fue la mayor tragedia del siglo XX», dejando entrever que su intención es revertirla. Desde su llegada al poder ha alentado la subversión de minorías rusófonas en países vecinos, consiguiendo así un pretexto para la intervención: así arrebató Transdnistria a Moldavia y Abjazia y Osetia del Sur a Georgia (ocupaciones fácticas no reconocidas por la comunidad internacional). Pero Ucrania es un caso aparte, por su tamaño y relevancia en la historia rusa. Una Ucrania democrática y orientada hacia Europa resulta intolerable para la Rusia autocrática, por lo que tiene de contramodelo susceptible de ser preferido por los propios rusos. Por eso Putin obligó al presidente Yanukovich en 2013 a rescindir el recién firmado acuerdo comercial preferencial con la UE: de ahí resultaron las protestas de Maidan, la caída del propio Yanukovich y la ocupación rusa de Crimea y de parte del Donbás en 2014. La tragedia para Putin es que ucranianos, georgianos, moldavos, bielorrusos (recuérdense las protestas pro-democracia de 2020), etc. quieren pertenecer a Europa, no al «mundo ruso». Y está dispuesto a reintegrarlos en la órbita rusa a cañonazos.

Lo que está en juego, pues, es mucho más que la suerte del valiente pueblo ucraniano. Estamos viviendo una segunda guerra fría que enfrenta a las democracias con las autocracias (ahí está el canje de presos de hace un mes, como aquellos del «puente de los espías»: Rusia entregó a periodistas críticos y opositores torturados en el Gulag, como Vladimir Kara-Murza o Ilya Yashin; Occidente, a agentes del exKGB y al asesino del Tiergarten, Vadim Krasikov). China, Corea del Norte e Irán están sosteniendo el esfuerzo de guerra ruso con exportaciones de tecnología de uso dual, cuando no directamente militares, como los drones iraníes. Las democracias, debilitadas por problemas internos como la inmigración masiva o el estancamiento económico, están a la defensiva y dudan de sí mismas. Una victoria de Putin llevaría a muchos a la conclusión de que las democracias son el pasado y las dictaduras nacionalistas e irredentistas, el futuro. Un éxito ruso animaría a China a atreverse por fin a bloquear o invadir Taiwan (China ya está intimidando a Filipinas, Japón e Indonesia con bases militares en las islas Spratly); a Venezuela —también fervientemente pro-rusa—, a anexionarse la región petrolífera de Esequibo en la pequeña Guayana, que ya reivindicó Maduro. Y quién sabe si hasta Irán intentaría cumplir su tantas veces proclamado designio de destruir Israel, al que ya golpeó hace un año por medio de Hamás.

Volveríamos al estado de espíritu de 1935: la democracia es una antigualla decadente; el futuro pertenece a los líderes fuertes que no paran mientes en fruslerías como los derechos humanos, las elecciones libres o el respeto a las fronteras. «The future belongs to me«, cantaba aquel muchachote sonrosado en Cabaret.

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