Jorge Guillén decía que cuando estabas con Federico no hacía ni frío ni calor, hacía Federico. Hoy cuando se habla de Lorca no hay, salvo contadísimas excepciones, ni Bernardas Albas ni bodas de sangre que valgan, sino odios y cunetas, todo es ideología. Es como si su fusilamiento hubiera sepultado su obra y entonces, muerto el poeta, nace el mito redentor, la coartada con la que empuñar el guerracivilismo y las consignas más tribales. Algo así, con su gracia andaluza, expone en El Romancero gitano:
Señores guardias civiles:
aquí pasó lo de siempre.
Han muerto cuatro romanos
y cinco cartagineses.
No hay un escritor ni intelectual español del XX que haya sufrido tal distorsión entre lo que dejó escrito —lo que fue— y la imagen que proyectan de él quienes hoy le reivindican con sed de venganza. Las causas atribuidas, desde luego, son tan diversas que van desde el anticlericalismo o el comunismo hasta el homosexualismo, y eso que las dos últimas son incompatibles. Lorca, a pesar de su hiriente Oda al santísimo sacramento en el altar, nunca fue lo primero ni tampoco lo segundo o un icono gay, que no es lo mismo que ser homosexual.
El universo lorquiano era complejo, muy alejado de los trazos de brocha gorda con los que hoy se le dibuja montado en una carroza el día del orgullo. A mitad de camino entre la manipulación y la ignorancia los escribas oficiales —como Gibson— aún deben una explicación, no sobre el lugar donde están los restos mortales del poeta, que ahí ya han hecho bastante el ridículo, sino acerca de si Lorca era o no homófobo.
La cuestión es recurrente. Los perros guardianes del sistema han condenado a la muerte civil a intelectuales, historiadores y escritores por mucho menos que lo que el granadino escribió durante su etapa neoyorquina. En las páginas de Poeta en Nueva York aparece la Oda a Walt Whitman, ácido homenaje al poeta también homosexual que ni mucho menos sale bien parado de unas estrofas que hoy serían escándalo mayúsculo para lobbys, periodistas y demás aliados del activismo rosa:
Por eso no levanto mi voz, viejo Walt Whitman,
contra el niño que escribe
nombre de niña en su almohada,
ni contra el muchacho que se viste de novia
en la oscuridad del ropero,
ni contra los solitarios de los casinos
que beben con asco el agua de la prostitución,
ni contra los hombres de mirada verde
que aman al hombre y queman sus labios en silencio.
Pero sí contra vosotros, maricas de las ciudades,
de carne tumefacta y pensamiento inmundo,
madres de lodo, arpías, enemigos sin sueño
del Amor que reparte coronas de alegría.
Contra vosotros siempre, que dais a los muchachos
gotas de sucia muerte con amargo veneno.
Contra vosotros siempre,
Faeries de Norteamérica,
Pájaros de la Habana,
Jotos de Méjico,
Sarasas de Cádiz,
Ápios de Sevilla,
Cancos de Madrid,
Floras de Alicante,
Adelaidas de Portugal.
¡Maricas de todo el mundo, asesinos de palomas!
Esclavos de la mujer, perras de sus tocadores,
abiertos en las plazas con fiebre de abanico
o emboscadas en yertos paisajes de cicuta.
¡No haya cuartel! La muerte
mana de vuestros ojos
y agrupa flores grises en la orilla del cieno.
¡No haya cuartel! ¡Alerta!
Que los confundidos, los puros,
los clásicos, los señalados, los suplicantes
os cierren las puertas de la bacanal.
Han pasado casi 100 años de Poeta en Nueva York y es buen momento para preguntarnos si hoy habría autor capaz de escribir tales versos, si sería posible encontrar a alguno con la suficiente libertad para ello. La respuesta palidece frente a quienes sostienen —aunque en el fondo no lo creen— que nunca ha habido más libertad de creación y expresión que hoy. Pepín Bello, uno de los grandes amigos de Lorca en la residencia de Estudiantes de Madrid, declaró muchos años después de la tragedia lorquiana que Federico «era homosexual, pero no hacía alarde de ello» y que «no le gustaban esos mariquitas que iban exagerando, a mí tampoco».
Esta libertad para hablar claro tan propia de los artistas con mayúsculas también nos conduce a otro mito, el de la censura franquista. La primera edición de las obras completas de García Lorca la publicó la editorial Losada en Buenos Aires en 1938. Años más tarde era posible comprar un ejemplar en España en pleno franquismo.
En Nueva York, como se aprecia en su obra, Lorca vio de todo, y quién sabe si asomarse a pozos tan oscuros influyó en la reafirmación de la fe católica que confiesa vía epistolar:
«He asistido también a oficios religiosos de diferentes religiones. Y he salido dando vivas al portentoso bellísimo, sin igual catolicismo español […] Esta mañana fui a ver una misa católica dicha por un inglés. Y ahora veo lo prodigioso que es cualquier cura andaluz diciéndola. Hay un instinto innato de la belleza en el pueblo español y una alta idea de la presencia de Dios en el templo […] La solemnidad en lo religioso es cordialidad, porque es una prueba viva, prueba para los sentidos, de la inmediata presencia de Dios. Es como decir: Dios está con nosotros, démosle culto y adoración. Pero es una gran equivocación suprimir el ceremonial. Es la gran cosa de España. Son las formas exquisitas, la hidalguía con Dios!».
Es curioso, pero Lorca salió asqueado de Nueva York igual que otros contemporáneos suyos como Julio Camba («Nueva York es para mí algo así como una de esas casas diabólicas elevada a una proporción gigantesca […] más que una ciudad es una fábrica gigantesca, aquí se ha supuesto que no debe de haber vagos, que no debe de haber poetas, que no debe de haber enfermos y que no debe de haber personas de edad») o Juan Belmonte («Nueva York no me gustó. Demasiado grande y demasiado distinto. Ni aquellas simas profundas eran calles, ni aquellas hormiguitas apresuradas eran hombres, ni aquel hacinamiento de hierros y cemento, puentes y rascacielos era una ciudad […] aquí en Nueva York, donde un hombre no es nadie y una calle es un número, ¿cómo se puede vivir?»).
Claro que Lorca aún rompería más esquemas para quienes le identifican como uno de los suyos. La razón: el bando nacional ordenó su fusilamiento. Menos conocido es que el poeta abandonase Madrid y se refugiase en casa de su amigo Luis Rosales. Rosales, también poeta y falangista como otro de los amigos de Federico, José Antonio Primo de Rivera, le convence de que no estará tan seguro como en su finca granadina. Entonces irrumpe en la historia Ramón Ruiz Alonso, exdiputado de la CEDA, al que le soplan que su archienemigo Luis Rosales esconde al genio y da el chivatazo.
Por si fuera poco, a Lorca también le tenían ganas los suyos, sobre todo después del estreno de La Casa de Bernarda Alba, que levanta ampollas en parte de la familia que se ve cruelmente retratada. Esto explicaría que José Luis Trescastro Medina, que tenía parentesco con el padre de Federico, fuera a buscarle. «A Lorca lo mataron sus primos», sostiene Rafael Amargo en el documental Lorca, el mar deja de moverse.
El resto, ya se sabe: el 19 de agosto de 1936 Lorca es fusilado al amanecer entre Víznar y Alfacar junto a los banderilleros Francisco Galadí y Joaquín Arcoyas y el profesor republicano Dióscoro Galindo. Lorca, hasta el final, pura complejidad. Ni frío ni calor, Federico.