Los parlamentarios díscolos pro-vida del Partido Popular han quedado marginados de las listas para las próximas elecciones. ¿Qué hacían estos parlamentarios en un gobierno abortista? Hay quienes hablan de “purga”, o de esperar con exquisita frialdad haber guardado “el trapo para el agujero”. En realidad, Mariano Rajoy no necesita demostrar nada. Ya ha confirmado todo aquello de cuanto era capaz. El poder no se posee, sino que se ejerce, y él lo ha ejercido legitimando la abominación del aborto libre como un derecho.
Rajoy gobierna a su familia política y deja fuera cuanto dificulta su objetivo para seguir gobernando: cuando no se suma no se contribuye a una solución ganadora. El gobierno se desnuda cuando Celia Villalobos permanece en las listas y los díscolos se malogran. Rajoy no acepta la singularidad que le incomoda dentro, mientras otras sensibilidades que se dejan domesticar o resultan de su agrado son perfectamente asimiladas, como aquellos que cedieron a la mini-reforma del aborto o quienes se muestran a favor del matrimonio homosexual.
El presidente del gobierno de España simboliza un escenario cultural prosaico y acrítico respecto del drama inmenso del aborto, la aguda privación de la esperanza cuando, como decía Charles Péguy, no se ha recibido antes una gran alegría, la alegría de lo más puro y lo más inocente, la alegría del inconmensurable desvalimiento de un niño, la del don sagrado de la vida, la de la bondad última que no admite cálculos electorales ni ventajas partidistas, la buena noticia de la fecundidad y de la maternidad, sacrificada hoy por el valor absoluto a la calidad de vida sacralizadora de la propia libertad.
Es verdad que la defensa de la vida debe abrazar todas las amenazas que hoy existen contrarias a la vida, pero el argumento de la “túnica inconsútil”, tan utilizado en la discusión ética y política norteamericana, no puede prescindir de la primacía debida a la cuestión del aborto, anegada en una terrible conspiración de ominoso silencio en el ámbito político, social y jurídico, como si de una batalla perdida se tratase, como si en la conciencia individual debiera quedar sepultada.
El Estado no respeta en la actualidad sus límites. El Tribunal Constitucional desprecia toda ética con su silencio de aprobación, canonizando el derecho del más fuerte, el derecho de la mayoría convertido en fuente única del derecho. Lo dejó bien claro Ratzinger en su discurso en Subiaco en 2005: “los derechos de algunos resultan defendidos a expensas de los de otros”, del derecho al más débil. Se reivindica el ejercicio de unos derechos en detrimento de la vida inocente, cuyos derechos no se toman en consideración. Diabólica parodia la de una libertad idólatra y sin responsabilidad. Perverso Estado el que desde la legitimación del aborto pone en cuestión los fundamentos mismos de la democracia, el fundamento de los derechos humanos, como es el derecho a la vida recién concebida. Por este camino el derecho de la fuerza llega a prevalecer sobre la fuerza del derecho.
Conviene no rendirse, en esta semana por la defensa de la vida, a una cultura de la eficiencia y del éxito, utilitarista y hedonista, promotora del emotivismo y de un desenfrenado culto a la autorrealización personal; sumar fuerzas y contemplar con valentía el rostro de aquel que no verá nunca la luz de este mundo; dar voz al que no la tiene y ante cuya posible existencia enmudece la opresiva ley y el enfermo corazón del hombre.
En realidad, negar la dignidad de la vida del no nacido es consecuencia de una profunda crisis antropológica y ética, el resultado de no querer ver que el concebido es ya una persona distinta a la madre, el corolario de una evidente deconstrucción del significado de la sexualidad humana y del amor conyugal, una fractura bioética que busca pulverizar la naturaleza humana para no mantenerla como fuente de moralidad. Por lo demás, el reconocimiento ético de la sacralidad de la vida exige la fe en la creación como horizonte. La actual ley del aborto, custodiada sin piedad por Rajoy, no hace otra cosa que codificar y proteger unos servicios demandados por una sociedad que sólo busca desarraigar la sexualidad de la naturaleza humana a la que pertenece. ¿Nos extraña que luego se acuda a fabricar el hijo cuando el deseo de los padres lo requieran?