Los restaurantes son una parte de nuestra economía, de nuestro asueto y nuestra cultura. Pero baratos no son. En una ciudad como Madrid, la vida social (el «tenemos que comer») exige dedicar un porcentaje del sueldo a estos establecimientos.
Madrid te baja unos impuestos, pero te impone otros.
Hay restaurantes más caros, más baratos, selectos o populares, pero en cuanto salgamos de la opción menú afrontamos, y hemos de saberlo, lo sabemos ya, un hecho incontrovertible, un destino seguro: nos van a levantar el dinero.
Se paga la comida, la preparación, la bebida, el ambiente, el servicio y algo más, ese algo más misterioso, no estipulado. Y la gracia de un restaurante es cómo se las van a ingeniar para extraerlo.
Para esto, el mundo de la restauración sigue un doble juego. Por un lado, presenta de cara al exterior un atractivo gastronómico, una especialidad, y luego desarrolla, internamente, otra habilidad que no tiene que ver con la comida.
La especialidad puede ser el arroz, la carne o una manera de hacer las lentejas, algo que nos hace ir a ese restaurante. Pero si sólo fuéramos a comer eso, estrictamente, no sería caro del todo. En algún momento, eso deja de ser rentable. Es demasiado justo, demasiado calculable: tú pides unas cocochas, pagas unas cocochas suplementadas de condimentos, ingenio y servicio. Pero hay una elocuencia de costes, digamos, y lo que se puede llegar a pagar es más o menos proporcionado, entra en unos parámetros de sorpresa mínima.
El restaurante no pierde el dinero al servir esas cocochas, pero intuimos que ser un restaurante de cocochas no es suficiente. Es necesario algo más.
Y es aquí donde empieza el verdadero negocio, el metier de los profesionales y lo divertido de ir a un restaurante. Ver dónde te van a extraer esa especie de plusvalía, el marxismo de ir a comer.
La especialidad de la casa, lo que está rico en la carta es el señuelo, la excusa para atraer al comensal al restaurante, donde habrá fórmulas diversas para hacer el negocio. Todo restaurante es tapadera de sí mismo.
Puede ser el pan. Pedir un poco de pan y que en el servicio de pan carguen la mano.
Puede ser un plus inmaterial atomizado en las distintas partes de la factura por lo antiguo o prestigioso del sitio. Si un señor mayor, con ostensibles gestos de familiaridad, de tipo patriarcal, y pinta de ser dueño emprende un paseíllo y se acerca a la mesa a mostrar interés, es casi seguro que eso tendrá un reflejo en la cuenta.
¡No sea usted tan simpático, no me quiera tanto! Ahí nos la están clavando.
Pueden ser, y a menudo son, los entrantes:
-¿Desea algo antes del arroz?
-No, muchas gracias
-Mire que tardará la paella..
-Esperaremos
-Tiene usted cara de deportista, ¿un tomatito trinchado?
Sólo hay dos formas de comer económicamente bien en un restaurante: ser crítico (o ser Sostres) o atenerse estrictamente a la especialidad que da prestigio a la casa, pero ¿quién puede resistir la presión? ¿Quién puede soportar la inquisitiva mirada del camarero, clavándose desde arriba y, lo peor, desviándose ladina e incitadora a la acompañante (si la hubiere) para volver luego a nosotros cargada de reproche? ¿Quién tiene tanta fuerza de voluntad?
Los grandes chefs del lujo hablan de sus restaurantes como experiencias. Su ir a comer no es nunca un simple ir a comer, es ir a vivir algo más, un relato, una aventura, y al decir esto se creen que inventan algo.
¡Todo restaurante es una aventura! ¡Una experiencia sensorial-extractiva! La excelencia de un restaurante consiste en preparar un gran plato para atraer al comensal a vivirla.