«Llevaba toda la vida trabajando en Bankinter». Una frase desprovista de patetismo y poesía ha acabado siendo la más impactante. Es el retrato de una vida, la de Juan, al que mataron tras un concierto de Karol G. Casi podemos imaginarlo en una ventanilla, o al otro lado de una mesa de subdirector de sucursal: minucioso, ordenado, sujeto siempre al manual.
La historia es conocida, pero por si acaso: mantenía una videollamada con su novia y unas mujeres se sintieron grabadas, protagonistas, y sus quejas incitaron de alguna manera a un energúmeno, que agredió mortalmente al fallecido.
Eran españoles, al parecer; no es algo imputable al multiculturalismo ni al reggaeton, es una de esas cosas que pasan y cada vez más.
Que las mujeres se sintieran violadas en su intimidad no sabemos si tiene que ver con el feminismo o con un sentido radical del pudor, si el agresor lo hacía en la creencia de que defendía a una dama en apuros o a una mujer libre. Es un estereotipo glorificado últimamente, el caballero al rescate con trienios de gym. Tampoco hay que convertirlo todo en zumo de ideología.
La noticia es tremenda con lo que ya sabemos. Es una muestra de la brutalidad que nos acecha, un salvajismo que se siente en Madrid, y en el resto de ciudades, imagino, con sólo salir a la calle. Hay una regresión simiesca, un engorilamiento urbano real, que se percibe. Una persona sensible presiente el crimen. Asombra lo mucho que se disculpa la violencia, lo cerca que estamos de ella. Basta una mala mirada (o la imaginación de ella), un semáforo, una prelación vulnerada, un adelantamiento en la M30, una reconvención canina o simplemente un malentendido para que auténticos psicópatas se nos revelen. Qué decir si, entre medias, hay una mujer emulsionando la hormona o inaugurando una justa darwinista. Los resultados pueden ser temibles.
Yo vivo con la conciencia de que nos rodean salvajes. Por eso he acabado por asumir una especie de escrúpulo paranoico que pienso es lo mejor. Nada me garantiza no morir de un mal golpe, pero trato de evitarlo adoptando lo que llamo gestos compensatorios, preventivamente conciliatorios. Para no pulsar la hibris energuménica, a flor de piel, cuando veo que mi porte, mi natural encanto o un vestigio de altanería en mis maneras pueden despertar un brote reptiliano, lo que hago es adoptar gestos que me hagan parecer tonto, más tonto de lo que ya soy: vacilo, me atolondro, exagero mi miopía, saco el labio inferior de un modo infantil y valorativo, teatralizo pequeños ataques de desconcierto, incluso, si veo mal la cosa, tropiezo, más cerca de Buster Keaton que de un contendiente… Emito, en suma, señales ostensibles para que el bonobo no se sienta amenazado. Como Madrid está llena de locos y late en todo una posibilidad criminosa, voy por la ciudad —voy por la vida— forzando una imitación de algo entre Forrest Gump y Antonio Ozores que, poco a poco, se va convirtiendo en mi naturaleza.