Irak es ya un Estado fallido que se desgarra en luchas étnico-religiosas internas y su muy probable implosión transformará el Medio Oriente en su conjunto en un incendio incontenible cuyas cenizas caerán bajo la bota de la teocracia iraní. Este es el resultado de un proceso que se inició en 2003 con la invasión norteamericana de Irak para derribar a Saddam Hussein y que ha continuado con una serie de decisiones equivocadas por parte de la Casa Blanca y sus asesores, tanto en época de George W. Bush como de Barack Obama. Un fenómeno sorprendente de la política contemporánea es la paradoja de que la superpotencia mundial, que cuenta con los mejores analistas, las mejores universidades, los servicios de inteligencia más sofisticados y los medios militares más poderosos, sea tan a menudo incapaz de acertar en su estrategia internacional, actuando con una torpeza que sería incluso escandalosa en un principiante.
Es evidente que tras la caída de Saddam, el desmantelamiento de su partido Baas y de toda la estructura pública iraquí comprendiendo la judicatura, la policía, el ejército y la Administración, sumió al país en el caos y abrió el camino a los enfrentamientos sangrientos entre árabes sunitas y chiítas, al particularismo kurdo y a la irrupción de Al-Qaeda. Los ayatollás iraníes por supuesto aprovecharon la oportunidad y desde el primer momento comenzaron a actuar dentro del territorio iraquí mediante sus satélites y agentes infiltrados. Mientras los Estados Unidos mantuvieron un fuerte contingente de tropas en Irak, la situación no se descontroló del todo y la tutela del mando supremo del ejército ocupante y de la Embajada norteamericana sobre el Gobierno de Bagdad dirigió los acontecimientos en busca de la construcción de una democracia sólida y estable.
Sin embargo, estos esfuerzos, apoyados permanentemente por la Unión Europea, han fracasado por haber elegido al hombre equivocado para la misión. En efecto, Nur-al-Maliki es un político chiíta sectario, rencoroso, corrupto y ególatra que ha sustituido la dictadura de Saddam y el partido Baas por la suya y la de su organización Dawa. Maliki concentra en sus manos los departamentos de interior, defensa e inteligencia, y maneja férreamente el banco central y el negocio del petróleo. Su persecución, acoso y tortura de sus oponentes no ha cesado desde que llegó al poder y se ha recrudecido con posterioridad a la partida de las fuerzas estadounidenses.
Hoy Irak es un régimen autoritario y represivo bajo la férula del Ayatollá Supremo de Teherán, cuyo objetivo es la conquista de su vecino y la imposición violenta en el mismo de un islamismo fundamentalista, imperialista y agresivo. Este desastre se hubiera evitado si Obama hubiese seguido en 2010 los consejos de algunos expertos que le instaron a sustituir a Maliki por otra figura mucho más inclusiva y honrada, como el Vicepresidente Abdul Mahdi. El empecinamiento del Presidente norteamericano y de su segundo Joe Biden en sostener a toda costa a Maliki les ha arrastrado hasta el lodazal presente del cual es casi imposible que salgan. En tanto que en Irak no se forme un Gobierno de unidad nacional con participación de árabes y kurdos, sunitas, chiítas y cristianos, que acabe con el terrorismo de Al-Qaeda, la nefasta influencia iraní y la demencia del ISIS, la región seguirá siendo un polvorín que al estallar ponga en peligro la paz y la estabilidad mundiales.