La muerte del líder sudafricano Nelson Mandela ha motivado una previsible oleada de recuerdo en todos los rincones del planeta. Es un recuerdo heroico y dulce. Mandela estuvo casi tres décadas en la cárcel, y siempre se negó a transigir en sus exigencias del fin del apartheid a cambio de obtener su libertad personal. De haber cedido, sus 95 años de vida habrían ganado una década de libertad. Él renunció a ese preciado bien con tal de mantenerse firme en su reclamación del fin de aquel sistema político y económico basado en la discriminación.
Todo ello es cierto. Y responde a la pulsión humana de destacar los buenos recuerdos, las buenas obras, los grandes logros, y olvidar la mitad menos brillante, o incluso más oscura. La vida de Madiba, un apodo que algunos interpretan como “conciliador”, y otros como “cavador de zanjas”, fue lo suficientemente larga como para haber participado de las miserias y grandezas del siglo pasado. En este sentido, Nelson Mandela es uno de los grandes representantes de lo que fue el siglo XX.
Nació en un país con una aristocracia criolla, ella misma dividida entre los de origen inglés y holandés, que tenía sometida a la mayoría negra del país. Aprovechó las facilidades que tenían los sudafricanos negros y se empapó de la ideología que infestaba las facultades de todo el mundo, y que tenía sometido a un tercio de la humanidad: el comunismo. Él mismo se vio como un buen comunista, y quiso llevar la revolución por medio de un grupo terrorista, del que fue su primer cabecilla. Fue esa actividad lo que le llevó a la cárcel, como dejó claro en su momento Amnistía Internacional.
El apartheid nació con unas ideas que, salvo la voluntad de dominio y explotación por parte de una raza sobre otra, coincide en concepción con el multiculturalismo: es la idea de que cada raza o grupo étnico debe vivir en comunidades contiguas, pero no mezcladas ni integradas. Desde la Ley sobre Áreas Asignadas a Grupos Étnicos, de 1950, se aplicó lo que entonces se llamó apartheid positivo, que otorgaba cierta autonomía, siempre dependiente; un autogobierno limitado.
El régimen se fue endureciendo, bajo el Partido Nacional. Pero llevaba en su seno la semilla de su propia destrucción. En 1951, con 12,7 millones de sudafricanos, el 21 por ciento de la población era blanca. En 1986, con 31,1 millones de personas, sólo el 14 por ciento de sudafricanos era blanco, un 10 por ciento, mestizos o asiáticos, y el 76 por ciento, negros. El apartheid se hundió a partir de la segunda mitad de los años 70. Una economía tan brutalmente regulada y que ahogaba la iniciativa de la gran mayoría de la población no podía explotar todas las oportunidades que se le ofrecían. Con un 70 por ciento de la población relegado como productor y consumidor, aquel país se venía abajo. Las propias élites blancas veían la situación, y comenzaron a ganar voz los más críticos con el sistema. La caída del muro de Berlín hizo que el Congreso Nacional Africano ya no fuera un instrumento soviético. Y aquello terminó por convencer a los gobernantes blancos, liderados por F. W. de Klerk, y ante la creciente presión de la sociedad negra sudafricana, de que el momento había llegado.
Mandela aportó un elemento heroico, icónico, a aquel cambio. Quizás se hubiera producido sin él. Pero Mandela aportó un buen sentido como presidente que evitó al país males mayores.