¿Sobre qué se puede escribir un 24 de diciembre, a pocas horas de la inevitable cena familiar y los inevitables langostinos, o lo que cada cual tome en esta noche especial? Obviaremos, por un momento, lo trascendente de la celebración. El asunto de los manjares tiene lo suyo en estas fechas. Es una cosa fascinante, aspiracional incluso, que separa a los viajados, o pretendidamente viajados (¿cosmopaletos?), de la España que se entrega a lo de siempre. Pero hay que estar ojo avizor porque existe una sorda polarización gastronómica que podría degenerar en el populismo de la sidra El Gaitero y los polvorones de almendra. Frente a la institucionalidad del huevo hilado o el posibilismo del Panettone, que por algo viene de la tierra de Meloni; frente al tronco de Navidad estrasburgués, solución técnica, difícil, al complejo problema del postre y cuya receta ya se publica en nuestros diarios; frente al iliberalismo de los blinis y el horror del caviar iraní, eje del mal para el bolsillo, quizá debiéramos oponer asados, besugos, guisos tradicionales (¡que no tradicionalistas!), peladillas y turrones. La situación es delicada porque no pretendo caer en el nacionalismo alimentario navideño sino reclamar, como diría Dani Martín, un poquito de normalidad.
Hace no mucho, un gran conversador público compartía su lamento y nos obligaba a reflexionar, como sociedad, sobre qué nos ha llevado a convertir en «prescriptores morales» a ciertos influencers. Razón tenía al alertar sobre algunos prescriptores. Los culinarios, por ejemplo, son terribles. Sobre todo en Navidad. De esto tienen mucha culpa las redes sociales y la injerencia de empresarias, por una vez no a sueldo de Moscú, que han ido educando nuestro paladar mientras nos vendían (y también nos sacaban) el hígado.
La velocidad a la que se han sofisticado (¿cosmopaletizado?) nuestras mesas es vertiginosa. En algo menos de cincuenta años, el fenómeno gourmet está alcanzando unas cotas que empiezan a rozar lo ligeramente insoportable. Ya no hay grupo de WhatsApp donde no aparezca el Bocuse de turno dando una clase magistral sobre el foie gras y cómo maridarlo:
– «Tú compra el entier y, a ser posible, de oca. Y una botellita de sauternes, si puedes. O su gelée. O, si no, lo tomas con un chutney de mango, que también queda muy rico… ¡Y no te olvides del pan de jengibre!».
Y cuando una cree que ya no hay peligro, Bocuse se transforma en Custodio López Zamarra. Porque en todo español se esconde un entrenador de fútbol, pero también un sumiller. Hay una legión de Zamarras impresionante por ahí («¿has probado este godello?»; «¡tengo un riberita que te va a encantar!»; «esta bodega del Priorato ha mejorado muchísimo últimamente…»). Todos conocemos, y más en Navidad, a alguien que se ha reencarnado en el wine spectator.
Ni siquiera podemos abrazar el turrón para encontrar algo de simplicidad. Almendras y miel no bastan. Queremos pastas «de autor» firmadas por Torreblanca. Necesitamos ponerle yuzu, crear «explosiones gustativas» y probar sabores extraños como el de cocido madrileño o el de patatas fritas onduladas. Y esto hay que denunciarlo aun a riesgo de quedar como Paco Martínez Soria.
En cualquier caso, y por ir concluyendo, estén ustedes del lado del progreso, la tradición o el tercerposicionismo del manjar navideño, no pierdan de vista lo importante. Celebren como quieran esta noche, pero háganlo: hoy Dios nace en un pesebre y comienza la historia de nuestra salvación, la historia de amor más grande jamás contada. Les deseo una muy Feliz Navidad.