Con su chapela, su bombo y su inconfundible perímetro, Manolo recorrió los campos del mundo acompañando a España.
A veces sólo estaba él, pero representaba al país con más título que muchos del palco.
El soniquete de nuestras entretelas se animaba por él: ¡Es-pa-ña! pum, pum, pum y esos tres golpes eran su compás, su rúbrica característica.
(Faemino y Cansado observaron en un gag lo fácil que podía ser perder ese ritmo y poner el acento en otra sílaba).
Igual que el niño aprende a decir mamá, el aficionado aprendía a decir «España» con el sonajero manolesco.
Sucesor en cierto modo de Naranjito, el número 12 fue él en aquella España perdedora que iba de fracaso en fracaso en los torneos.
Manolo había sintetizado genialmente un casticismo de moral alcoyana: bombo, boina y cachirulo. Pero Manolo era más porque era España en el extranjero.
Al ir por tierra extraña, el ruido de su bombo encendía la sangre.
Y aunque su alegría fuera de peña festiva, de Paquito el Chocolatero, en él había una obsesión monocorde, un ritmo machacón, disciplinado, como de tambor de galera y también una rara individualidad, porque Manolo iba solo a todos lados, reunía a la gente y luego se volvía con su bombo querido.
A menudo se olvida la dimensión laboral de don Manuel, su lado emprendedor, pues regentó muchos años un bar en la esquina de Mestalla, el campo del Valencia, su equipo de todas las semanas.
En ese bar había infinidad de recuerdos, de fotos suyas con muchas personas, precursor del selfie antes de Instagram.
Todo lo que traía de sus viajes estaba en ese bar multidimensional que era a la vez bar temático y el bar de cualquier calle.
Al final de sus años, Manolo era una persona propensa a la lagrima. A menudo le hacían llorar y titulaban así: «Hacen llorar a Manolo». Podía ser una falta de detalle de la Federación o la intransigencia de la FIFA impidiéndole acceder al estadio con su bombo, cosa a la que se negaba. Era como quitar a Obélix su menhir, al Capitán América su escudo.
Conoció al final la tristeza que tiene la vida; la pérdida del negocio, la enfermedad, así que siempre lo sacaban con tono de lástima.
Pero Manolo fue un personaje que rozó la antomomasia. Fue El aficionado. Representó nuestra cerrazón cordial, y demostró que se podía ser español a machamartillo o a machabombo.
Por esos campos de Dios, Manolo era España en un golpe de vista, como un toro de Osborne.
Y fue libre porque no le tocó el bombo a nadie. Se lo tocó a lo único a lo que hay que tocárselo: a España.
Yo recuerdo una anécdota con él. En el Mundial de Brasil, tras el partido de la selección en Maracaná, salimos del estadio buscando juntos el autobús de la comitiva española (indescriptible nao de canallesca y federativos). Nos perdimos y durante un buen rato fuimos los dos en contradirección, contra miles y miles de personas, un contrapelo que realzaba su naturaleza.
Era imposible dar un paso sin que nuevos aficionados, casi siempre extranjeros, le pidiesen una foto. Entonces dejaba el bombo, que él llevaba como un instrumentista su violín, y era preciso custodiarlo. Sólo estaba yo, así que le llevé el bombo a Manolo en Maracaná. Sentí que un símbolo vivo de mi patria quedaba en mis manos y que algún día lo podría contar.