Lo de Valencia quizás sea lo peor de todo. El Covid fue una tragedia y un encierro y muchas cosas que se hicieron muy mal. La Amnistía, una gran humillación. Pero esto de Valencia tiene algo que lo supera.
Cuando nos enteramos de lo que sucedía, sentimos, yo creo que todos, el impulso humano, la solidaridad humana habitual, pero esta vez no era como cuando pasa en otros lugares del mundo.
Había una conmoción distinta, algo que se intensificó al percibir el abandono de las víctimas.
Era, primero, una sensación de preocupación. Los valencianos fuera de Valencia, por supuesto, pero también el resto de españoles; todos, eran todos. El español sintió Valencia vivamente y la enormidad de la catástrofe y la evidencia del abandono le llamaron en lo profundo. Sentimos, sentimos aun, que sufren hermanos nuestros, porque decir conciudadanos es decir muy poco; ni siquiera compatriotas; sentimos que sufren los nuestros, semejantes, extraños en una identidad, y sus penas, no se sabe por qué, nos incumben más.
El dolor del que pierde es el mismo, pero en nosotros impacta de otra forma. A la humanidad se le suma otra cosa. La lástima se adensa, se nos hace patética. Sentimos que tenemos la obligación de responder, de atender, que es nuestro deber hacerlo, que estamos llamados a ello. Nosotros o, por supuesto, algo en nuestro nombre, algo nuestro, algo común.
Valencia no despierta solidaridad. Eso me lo despierta Haití. Valencia despierta urgencia de deber.
El llanto ajeno me producía pena, el llanto del español abandonado me produce algo más: una ansiedad que si no se atiende lleva a la deshonra. Siento que no estoy donde debo.
Yo no sé si eso es un sentimiento patriótico, una pasión nacional, pero siento vergüenza personal e impotencia si pienso que mis paisanos, mis compatriotas, sufren o han sufrido en soledad.
Es una conmoción en dos tiempos: pena humana compasiva y algo que se parece al deber. Se me aparece así un vínculo más que humano y más que cívico. Una empatía tan acuciante que por eso buscará siempre una forma militar…
Por eso lo del gobierno con el ejército nos ha desesperado y por eso no lo podemos entender ni, creo, podamos dejarlo pasar. Había que estar con todo allí desde el principio, ¿o regatearíamos el esfuerzo si nos necesitara un familiar?
Y esa llamada desde Valencia era la de un pariente: no te veo, no te conozco en realidad, pero lo eres, así lo siento y por sentirlo estoy ligado a ti con un vínculo que no puedo ignorar. Hay parientes que ya no reconocería por la calle a los que llevo dentro. A los que mi conciencia me uniría.
Hemos sentido, yo creo que todos, la mayoría, solo hay que ver los puntos de recogida o las redes sociales, una llamada similar. España quería estar con Valencia, volcarse toda en Valencia, hacerse presente allí, una allí, y ayudar, reparar, atender, socorrer, consolar. Por eso es imperdonable lo del gobierno, porque ha impedido que España esté como tenía que estar. Podría decirse que, en su lugar, va llegando el pueblo, personas aquí y allá, redes invisibles, anónimos afectos, pero que falta lo fundamental, lo que estaba pensado para estar. La forma política, material y técnica que teníamos para auxiliarnos.
Si permitimos que ese no-estar, no haber estado, pase sin más, perderemos algo que nos constituye (esto sí nos constituye).
Cuando el asesinato de Miguel Ángel Blanco, hubo una angustia que todos compartimos. España sintió unánimemente ese tic-tac urgente y, salvando las muchas diferencias, estos días se ha sentido una congoja parecida.
Es fundamental que esos pueblos de Valencia, que Valencia entera, sientan el amor de los españoles. El amor de los que la conocen y de quienes, y qué maravilla es eso, la aman sin conocerla, porque es ella, suya sin ser de ellos, íntima imaginada, presente siempre, porque sí. Porque es nuestro deber, más que nuestro derecho.
Hemos sentido eso, pero luego hemos sentido la privación de eso, la inacción, la impotencia de que no llegara.
Al no acudir nadie en nuestro nombre, hemos tenido que mirar hacia otro lado. ¿Cómo podemos dejarlo pasar?
Esa conmoción española que, una vez sentida, nos impiden atender, ¿no tendrá un nombre o significará algo? Es algo peor que una vergüenza nacional, adopta una forma hiriente de pasividad… Todos maniatados, todos espectadores. Nuestra servidumbre coge con ello un rizo de ignominia, de cruel perversidad… No podemos dejarlo pasar.
Que no haya estado España allí como debía es algo imperdonable, es una deshonra de todos por la que deberán responder. De todas las vergüenzas e indignidades que arrastramos, y arrastramos unas cuantas, esta es de las peores.
Antes de cualquier movimiento político, la única prioridad debería ser ayudar, ayudar, ayudar. Centrarnos en lo que falta para que llegue. Que se garantice la normalidad. Que una honda solemnidad honre el dolor de esas personas, y que las debidas reparaciones alivien su penuria. Que nadie pueda seguir diciendo: estuve solo, mi país me falló.
Pero después, justo después de eso, deberíamos pararnos a pensar. No solo en protocolos de emergencia. Claro, por supuesto, pero eso, siendo importante, es lo de menos porque su mismo deterioro viene explicado por algo mayor. Hemos de atesorar y analizar lo sentido. Hemos de entender la naturaleza de nuestro desvelo, humana pero distinta por ser nuestra; y entender esa incumbencia natural que se nos despertaba hacia nuestros compatriotas. Esa sutil, quizás arcaica (en absoluto bárbara) forma de obligación y amor que nos une. Una invisible emotividad que se desborda en un momento así y viene no sabemos de dónde.
Sobre todas las personas del mundo, que Dios me perdone, son estas las que más me con-mueven. Las que hablan con esos acentos, las que ante al apocalipsis dicen ¡Mare meua!
Ese vínculo debe convertirse en el centro de todas las formas políticas e instituciones, que de ahí nacerán, y para honrarlo.