Ya era como un mueble más del parlamento, como los tiros de Tejero en el techo, como el salón de los pasos perdidos, como cualquier otra de las curiosidades que te enseñan en el Congreso cuando vas de visita. Pero el haberse cosificado no le restaba importancia simbólica, ver a Alfonso Guerra en el hemiciclo era entender que allí se sentaba el hombre que asesinó a Montesquieu, el que avaló con chulería la liquidación del Estado de Derecho y la sumisión de los jueces a los políticos. Cuando haga efectiva su despedida, los políticos de todos los partidos se lo agradecerán con un aplauso unánime, porque esa aportación es lo que ha convertido España en una partitocracia corrupta. Triste legado para un hombre que presumía de haber leído –¡de niño!- las obras completas de Lope de Vega, y que también alardeaba de hablar latín como un romano -de los gracos, suponíamos todos-.
No es ironía el subrayar la cultura del socialista sevillano. De verdad que la tiene. Incluso aceptando que exagerara en ese aspecto -casi inevitable, por su acento diatópico- siempre parecerá Menéndez Pelayo comparado con los nuevos talentos que alumbra el partido, de Eduardo Madina a Beatriz Talegón, que debe mirarlos don Alfonso con una mezcla de estupor y de vergüenza, pensado que para eso no hizo él una guerra.
En realidad no la hizo, ya lo sabemos. Sólo tiene en su curriculum la de su apellido, y un poco de la sucia que desarrolló su gobierno. Por cierto, que no se ha escrito suficiente que todas las siglas del terrorismo que nos han amargado la historia en las últimas décadas, están vinculadas con la izquierda, desde los GRAPO a la ETA permanente, o el GAL.
Dejando a un lado aquellos crímenes -que parecen los únicos que no tienen derecho a memoria- la guerra de Guerra fue la Transición, esa palabra que va a enterrarnos a todos, porque vivimos en el eterno retorno a aquellos años grises. Gris de la televisión en blanco y negro, gris de los policías y gris también de una política parda, sin brillo, que permitía que Alfonso Guerra pasase por un Bismarck. Y es verdad que el sevillano, sin ser Lope, era ingenioso. Desarrolló casi una cátedra del insulto público, y en los mítines las masas le jaleaban -dales caña, Arfonso, dales caña- hasta que de verdad llegó a creerse un tribuno de la plebe. Había Guerra para rato. Luego, de alguna manera él también es víctima de la violencia de género, porque su cuñada acabó tirando de la manta harta de las palizas que le daba su hermano Juan, y así nos enteramos que se estaba recreando el patio de Monipodio que había descrito Cervantes, como si fueran Alfonso y Juan émulos tardíos de Rinconete y Cortadillo. Ahora tiene todo el pasado por delante, y en su despedida decimos adiós a una generación política que ha arruinado España y que todavía pretende que se lo agradezcamos. Tanta paz lleve Guerra como miseria nos ha dejado.