Buena parte de nuestro itinerario sentimental está vinculado a los bares. Gabinete Caligari les dedicó una canción legendaria que muy probablemente condensaba un sentir generacional. Cada bar crea su propio microclima, una atmósfera peculiar circunscrita a los límites de su espacio. No se acude allí inducido tanto por la preferencia hacia una bebida o un plato determinados, como sugestionado por una ilusión de acogida, por la necesidad de restaurar en nuestro fuero íntimo una impresión de reconocimiento y familiaridad.
En ese sentido, los bares son un sucedáneo del hogar. A los ojos del hombre acosado por los agobios de una cotidianeidad frecuentemente aciaga, el bar asume los atributos de un reducto. Basta trasponer su puerta para experimentar un alivio instantáneo de los múltiples lastres que nos abruman. Allí uno deja de ser esa presencia anónima y un tanto espectral que deambula por los márgenes del mundo y vuelve a ser alguien, siente que su identidad se afianza en la grata compañía de los parroquianos habituales.
Si nuestra percepción no estuviera desgastada por el hábito del uso, lo primero que llamaría nuestra atención nada más ingresar en la peculiar geografía que compone cualquiera de nuestros bares de siempre, es el modo en que el bullicio de las conversaciones le superpone a la vida una tonalidad despreocupada. Sin necesidad de hacer dejación de los códigos que civilizan el trato, allí nos desprendemos de las rigideces que se nos imponen en otras esferas de la vida social y envolvemos gestos y palabras en el revestimiento de una cordialidad relajada. En esto consiste la revancha del hombre común sobre el gélido mecanicismo de la existencia ordinaria. Contra la opresión de un mundo desangelado, contra el cansancio de las rutinas de la productividad y el hedor obsceno de la corrupción que nos satura, el bar representa todavía la posibilidad de una isla de bienaventuranzas cercanas.
Pero el bar no es sólo un enclave de socialización, un oasis de placeres evasivos al que a veces —no sin algo de razón— se le imputa el hecho de servir de anestesiante de una sociedad propensa al gregarismo. También es el entorno donde el tiempo adquiere una condición grácil, ajena a los imperativos de la rentabilidad y la eficiencia, y se transforma en un remanso dulce que mitiga nuestras desafecciones. Es entonces cuando más intensamente se destaca su cariz terapéutico, una vocación conciliadora que actúa como si se tratase del último vestigio vecinal, casi fraterno, de una época que ha renunciado a vivir comunitariamente.
Hace ya tiempo que los bares no representan una parte sustancial de mis hábitos de vida. Y si bien es cierto que nunca fui un asiduo fervoroso de eso que un tanto pomposamente se ha llamado la “cultura de las terracitas”, tengo un puñado de imágenes entrañables prendidas a la época en que, pendiente aún de emanciparme de la casa de mis padres, el bar ejercía como punto de imantación donde la amistad, encuentro tras encuentro, iba adquiriendo una textura sólida. Porque esas amistades, que luego se nutrirían de afectos recíprocos, se forjaban primero sobre la evidencia de compartir un abanico de gustos análogos. Y el hecho de que todos coincidiéramos en nuestra predilección por determinados ambientes era el síntoma de que existía una afinidad de partida sobre la que luego llegaría a trabarse una relación duradera.
Ahora uno de aquellos bares está a punto de echar el cierre y es inevitable que este ejercicio retrospectivo se tiña con una pátina melancólica. Paco, su dueño, ha superado de sobra la edad de jubilación y, al parecer, no encuentra a nadie en su familia que se decida a hacerse cargo de un negocio que data de tres generaciones. Tampoco quiere, pese a las muchas propuestas que le han llegado, traspasar el local a alguien que no va a comprometerse a conservar esa aura primorosa e intangible que él ha sabido mantener a lo largo de tantos años de dedicación intachable. Desde su casa, situada en el piso superior del edificio que alberga el local, bajará cada mañana a desayunar y comprobará que todo sigue como debe. De ese modo, y con la misma tenacidad sin fisuras que ha aplicado a garantizar la marcha de su negocio, velará por mantener alejada de sus dominios la carcoma sigilosa del tiempo, la herrumbre incesante y traicionera que todo lo devasta.
Es en circunstancias así cuando nos damos cuenta del papel tan importante que juegan en nuestras vidas esas personas que, con sencillez, se consagran a hacer muy bien su trabajo, sin buscar el brillo del elogio constante, imbuidas de un profundo sentido del deber. Con frecuencia, dedicamos una porción enorme de nuestro tiempo a polemizar sobre asuntos que escapan a nuestro control y nos olvidamos de tributar a quienes ponen los medios para hacer de nuestra vida una experiencia más hospitalaria el reconocimiento que les debemos.
Hablé brevemente con Paco hace unas semanas, le comenté que con el final de su negocio se cerraba algo más que un bar o una cafetería: se cancelaba una institución. Me lo agradeció y me confesó que estaba cansado. No le dije que con el cierre de su bar es como si cayera también el telón sobre una porción de mi pasado, pero eso es lo que ha sucedido en realidad. Con la desaparición de los lugares que sirvieron de decorado a nuestra juventud se desvanece una parte de nosotros mismos. Los nuevos tiempos nos traen una multiplicación mareante de franquicias impersonales, de locales clónicos y sin alma que son el reflejo espasmódico de la feroz homogeneización a la que parece condenado el mundo. En contra de todo eso, Paco ha seguido defendiendo su negocio del asedio de la vulgaridad y la estandarización, hasta que las fuerzas han dicho basta. Qué pena que sea necesario esperar a que algo bueno se acabe para caer en la cuenta de lo afortunados que fuimos mientras lo disfrutábamos.