Este sábado termina el otoño y aunque no abunden los temperamentos poéticos, muchos habrá que se hayan visto asaltados, estos meses, por un instante de (digamos) belleza o una sensación fugaz, difícil de reconocer, quizás muerta en nosotros, de dulce melancolía; bastaba para ello una hebra de cielo azafranado, una nube incandescente o un atardecer dramático que entrevisto en una calle, como un decorado que no es para nosotros, nos decía algo con suavidad…
Entre todas esas cosas, esos agentes de cursilería, pero también de congoja, estaban las hojas, las hojas muertas de otoño: cayendo en inmerecido tapiz, o temblando en el árbol como último taparrabos…
Esas hojas siguen teniendo su poder lírico. No podemos ser totalmente canallas ante ellas, totalmente vulgares mientras enaltecen el alquitrán con su fuga de ámbar volcado. El espectáculo de la calle española, por qué no decirlo, atroz, lo es menos con ellas.
Pero la melodía del otoño, cuando el azul entra en crisis, ya no es su dorado silencio, sino la musiquita que ahora acompaña la estación: el brrr, brrr, brrrr del motorcillo de las sopladoras.
El otoño ya no suena a Jacques Prevert, no suena a crujido o a caída (antelación del copo de nieve), sino a tubo de escape, a motillo insidiosa de alguien que apetece asesinar, a aceleración hacia la nada. Cerca de las hojas siempre habrá un individuo, protegido de sí mismo con unos auriculares, que con despotismo y el aire moroso del que riega, accione una especie de brazo que lleva las hojas propulsadas de aquí a allá. No mira a nadie para no captar el reproche, porque en su poder eólico hay un jugueteo, un capricho, como si al arrastrar un toro muerto hicieran garabatos por la plaza…
Se diría que el jardinero o el barrendero quedan transformados por este ruidoso aparato. La escoba, sobre cuya obsolescencia no se nos ha preguntado, les daba un aire distinto, quizás resignado, femenil, inofensivo, y ahora son todo poderío zumbón.
En el Madrid aspiracional (porcentaje vasto), como además de un arbolillo haya tres o cuatro setos comunitarios, eso se convierte en un Montmeló de motocicletas, un circuito de Loris Capirossis picados entre sí.
El otoño, primavera de los tímidos, espejo más cierto de todos, era nuestro refugio decadente. La última ternura, las últimas posibilidades de embeleso… Pero ya no escuchamos a Rubén, ni lira alguna, ni al Tiempo, que sabio, nos quiere murmurar algo, solo el brrr, brrr, brrr, brrrr...