El reciente comunicado de la Asociación de Periodistas de Madrid sobre el acoso e intimidación que sufren algunos de sus integrantes por parte de Podemos ha puesto en primer plano por unos días la eterna cuestión del papel de la prensa en la democracia, su independencia y su capacidad de encumbrar y destruir liderazgos. En esencia, la queja de estos profesionales de los medios de los que desconocemos sus nombres o para qué cabecera trabajan, es que dirigentes de la formación morada les avasallan y presionan con mensajes amenazadores en la red y con admonitorias llamadas telefónicas. No sabemos si la voz que les asusta al otro lado del hilo les dice cosas del tipo “sé a qué colegio van tus hijos” o “ten cuidado cuando vuelvas a casa de noche porque puedes sufrir un accidente” o frases similares propias del género negro, pero caben dudas razonables de que la cosa vaya por ahí. En cuanto a los ataques en Twitter, son tales las barbaridades que se comprimen en ciento cuarenta caracteres que seguramente las sufridas por estos sensibles informadores madrileños no se salen de lo que es desagradable costumbre en este alborotado foro.
Es sabido que el oficio de periodista en ocasiones implica un alto riesgo personal. Los ha habido, y no pocos, despedidos, acosados e incluso asesinados por hacer su trabajo. Representa un peligro mucho mayor escribir en un periódico o asomarse a una pantalla para contar la verdad que desempeñar otros cometidos habituales en el mundo laboral. Al igual que los militares, los policías y los bomberos, ocupaciones todas ellas azarosas propias de gente arrojada, los periodistas han de ser conscientes de que el altavoz del que disponen, sea éste de papel o de plasma, les hace vulnerables y les convierte en blanco fácil del crimen organizado, de los políticos corruptos, de las grandes corporaciones financieras o industriales o de fuerzas totalitarias como la que ahora parece que les mortifica. De hecho, Podemos ya pidió el control de la televisión pública cuando Iglesias soñaba en ser el nuevo Sorayo y también propuso una legislación mordaza que garantizase que los titulares no se apartasen de la ortodoxia chavista-leninista. Por consiguiente, no se entiende la alarma de estos delicados miembros de la APM por cuatro telefonazos desabridos o unos cuantos latigazos de las hordas de trolls capitaneadas por la joven intelectual de escaño contiguo al Querido Líder.
Yo, que no soy del gremio periodístico, he sufrido las consecuencias de expresar mis opiniones libremente en forma de veto en tertulias, destierro de listas y calumnias sistemáticas. Los insultos que he tenido que leer en comentarios a mis columnas o a mis tweets, siempre correctos en la forma y argumentados en el fondo, son de grueso calibre y algunos de índole prácticamente criminal sin que jamás se me haya ocurrido lamentarme ni solicitar protección. Sorprende un poco la finura de la piel de estos probos redactores capitalinos que se ponen a gemir doloridos por los empujones de patio de colegio de los nostálgicos coletudos de la Revolución de Octubre.
Más grave que los tortazos verbales que propine la extrema izquierda a determinados periodistas que no se ciñan a sus postulados liberticidas, es la sumisión de los medios en general a Gobiernos y fuerzas fácticas. Desde las altas poltronas de los Ejecutivos nacional, autonómicos o municipales se compra, se coacciona, de dictan consignas y se aplasta continuamente a rotativos, cadenas de radio o canales de televisión utilizando toda clase de instrumentos tangibles e intangibles. La indocilidad se paga muy cara y lo más seguro es pertenecer a alguna escudería que garantice la publicidad institucional, el crédito bancario y el puesto bien remunerado en el grupo multimedia de turno. Hay que ser una figura
absolutamente consagrada o un héroe para atreverse a plantar cara a los que mandan con la simple arma de una pluma o un micrófono en la mano. En Cataluña, sin ir más lejos, el nivel de abyección aduladora de la prensa frente al ogro separatista ha alcanzado cotas de vergüenza ajena en una sociedad pretendidamente abierta.
Pese a todo, nos cabe la satisfacción de que todavía existen en España resquicios por los que se cuela la luz y un número no excesivo, pero sí estimulante, de periodistas honestos, valientes e insobornables gracias a cuya admirable labor no nos ahogamos por completo en la asfixia del servilismo cada vez que abrimos un diario o vemos las noticias en hora de máxima audiencia. Mientras nuestro sistema institucional y legal y nuestra cultura cívica, por deteriorados que estén, nos proporcionen espacios en los que la denuncia de las corruptelas, la exposición objetiva de hechos y la enumeración precisa de datos sean posibles, podremos dormir tranquilos y entregarnos a la esperanza de que la salvación aún puede llegar.