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Este artículo se publicó en La Gaceta antes de convertirse en La Gaceta de la Iberosfera, no siendo entonces propiedad de Fundación Disenso.
Rafael L. Bardají (Badajoz, 1959) es especialista en política internacional, seguridad y defensa. Asesor de tres ministros de Defensa y la OTAN, en la actualidad es director de la consultora World Wide Strategy.
Rafael L. Bardají (Badajoz, 1959) es especialista en política internacional, seguridad y defensa. Asesor de tres ministros de Defensa y la OTAN, en la actualidad es director de la consultora World Wide Strategy.

La muerte del sentido común

29 de junio de 2017

Hoy sabemos que ni la asimilación, ni la integración, ni la multiculturalidad han funcionado en ningún país europeo cuando los emigrantes no comparten los valores básicos de la sociedad que les acepta. Aún peor cuando no quieren compartirlos.

Durante siglos, Europa fue simplemente un mito griego. Una bella mujer tomada por engaño por el dios Zeus transformado en toro (lo siento por los anti-taurinos) y que, con su galope, iría formando las bellas islas griegas. Siglos más tarde, con la ilustración y la época de los descubrimientos, Europa pasó a ser una página en los atlas de geografía, donde se presentaba al Viejo Continente como un conglomerado de la gran riqueza de sus naciones. Finalmente, Europa fue el nombre que se le dio a un desértico islote en aguas del África Oriental, donde, curiosamente, van a parar todos los años las tortugas bobas del Indico para desovar. Hoy, Europa es a la vez un mito y un espacio de creciente irracionalidad.

Decía el expresidente Aznar en una de sus conferencias, que le hubiera gustado que España hubiese participado en el desembarco de Normandía. Pero la realidad política del momento quiso que no fuera así. En realidad, España casi siempre llega tarde y mal a sus metas internacionales. También es el caso de la Unión Europea. Los españoles tenemos una visión idílica y rosácea de la UE, donde en su día pusimos nuestras esperanzas democratizadoras y de prosperidad y en la que queremos creer que guarda todavía esos principios igualitarios y liberales. Pero nos equivocamos.

Un ejemplo muy básico: si yo dijera que quiero ser chino, congoleño, yemení o afgano, se me tacharía de loco automáticamente. Aunque quisiera, yo, español y blanco, no podría serlo. Y, sin embargo, si se le pregunta a cualquier dirigente europeo actual, o al establishment de la Unión Europea, si un chino, africano o árabe puede ser europeo, dirán sin lugar a dudas que sí. Rotundamente. Pero la realidad es que no es verdad. Lo estanos viendo en los dos últimos años desde que la canciller alemana, Angela Merkel, decidiese por todos nosotros, que la UE abriría sus puertas a todo el que quisiera venir. Supuestamente movida por razones humanitarias ante el conflicto sirio, pero, en verdad, dispuesta a aceptar eritreos, afganos, senegaleses, centroafricanos, libios, turcos y de tantas otras naciones sin relación alguna con la guerra civil en siria.

Y lo más sorprendente es que lo decidiera pocos meses después de haber sentenciado que el experimento multicultural había sido un fiasco total en Alemania. Y ser secundada en ello por el primer ministro británico y el presidente francés, que dijeron lo mismo.

Hoy sabemos que ni la asimilación, ni la integración, ni la multiculturalidad han funcionado en ningún país europeo cuando los emigrantes no comparten los valores básicos de la sociedad que les acepta. Aún peor cuando no quieren compartirlos. Las tasas de criminalidad a manos de los emigrantes en estos dos años se han disparado en toda Europa, hasta el punto de que una ciudad apacible como Estocolmo, sufre más violaciones que Lesoto. Bien intencionada o no, el hecho es que Merkel y los gobiernos, como el de Rajoy, que no le ha rechistado una palabra, han generado una grave situación de inseguridad para todas las mujeres europeas, por no hablar del peligro de terrorismo jihadista para todos.

Aun así, el discurso oficial sigue siendo el de “refugees welcome”. Lo ha dicho el Papa Francisco hace pocos días; Merkel lo sigue afirmando; los liberales economicistas que quieren cubrir el futuro de nuestras pensiones, lo defienden; y los radicales de izquierda lo promueven como parte de su estrategia anti-sistema. Y mientras, el centro reformista prosigue iluso con la cantinela de que necesitamos más Europa como solución a nuestros problemas.

Unos quieren destruir la democracia y los otros piensan en términos tecnocráticos, en donde pequeños ajustes aquí y allá harán que Europa recobre su esplendor perdido y, de paso, la confianza de sus ciudadanos. Pero el problema que aqueja a la Unión Europea no es de tecnicismos, ni siquiera de ajustes políticos. Es civilizacional. Uno podría pensar que en este terreno el Papa podría arrojar luz y sentido común, pero, desgraciadamente, Francisco está muy alejado de la sabiduría de su antecesor, Benedicto XVI, o de los valores cristianos de Juan Pablo II.

La semana pasada el que fuera un importante think-tank británico, Chatham House, hacía pública una encuesta en la que, muy a su pesar, se podía ver claramente la creciente brecha entre las elites y el resto de ciudadanos europeos. Particularmente en temas como el migratorio. Mientras que nuestros dirigentes parecen vivir en Disneyland, es más del 80% de la sociedad la que parece sufrir la fricción con los emigrantes, particularmente los musulmanes. Con la sola excepción de España, ni otro país quiere aceptar un musulmán más, cuando se pregunta a los ciudadanos de a pie. Pero gracias a nuestros gobernantes, los seguiremos aceptando.

España es algo diferente habida cuenta de que el grueso de la emigración ha venido de América Latina, con quien compartimos la misma lengua y religión. Y con todo, la integración no deja de ser un mito. Basta comprobar los índices de criminalidad entre inmigrantes. Y también somos diferentes, quizá, sobre todo, porque no parece importarnos convertirnos en una minoría en nuestro propio país. Los economistas liberales nos cuentan que, para sostener el sistema de pensiones, tendremos que importar unos 15 millones de inmigrantes en los próximos 15 años. ¿Pero cuando los españoles de origen seamos menos del 50%, seguiremos viviendo en la España nuestra? ¿No sería mejor repensarse el sistema piramidal de seguridad social? No deja de ser curioso que lo que es un esquema criminal en el mundo de los negocios, sea aceptable en términos de pensiones.

Más Europa hoy es más disolución de fronteras, mayor desnacionalización, menos identidad social, más amnesia histórica y cultural, y, peor, menos europeos y más inmigrantes. Una EU que se fundamenta en la sumisión de sus ciudadanos a través de políticas de puertas abiertas, no puede resultar atractiva más que para lo que vienen a beneficiarse de ella o para las elites que vienen aprovechándose de sus instituciones. La gran mayoría de europeos, progresivamente en minoría frente a los extranjeros, sólo serán sufridores. En lugar de garantizar sus pensiones, acabarán pagando más impuestos, trabajando más años y, al final, cobrando menos.

Eso es precisamente lo que no quieren esos otros europeos, como Polonia, la República Checa y Hungría, entre otros. Porque hay alternativa a la UE actual y a la de los tecnócratas. Sólo hay que mirar a Centroeuropa. Y precisamente por eso Bruselas les amenaza y castiga con sanciones. Con todo, Schengen es papel mojado, el Reino Unido se ha marchado; el continente está económicamente esclerótico y preso de sus fantasmas. Tanto como para pensar que Trump es la mayor amenaza a la que nos enfrentamos.

¿Cuánto durará la esquizofrenia europea? No lo sé, pero la UE cada vez me parece menos el Apollo XI camino de la Luna y más la ballena blanca de Moby Dick.

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