«Ser es defenderse», Ramiro de Maeztu
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Este artículo se publicó en La Gaceta antes de convertirse en La Gaceta de la Iberosfera, no siendo entonces propiedad de Fundación Disenso.

Nadaba y soñaba

2 de marzo de 2014

Pascal tenía que aguantar, ya no quedaba mucho. Lo único que tenía en la cabeza eran las clases de natación que le dio su tío en el río Kaduna. “Lo importante es el ritmo y la cadencia, hijo, piensa en un maratón, no te desfondes en los primeros metros”. Lo estaba intentando pero no era fácil. A su lado cuatrocientas personas más buscaban su mismo sueño. Algunos sabían nadar, pero la mayoría no. Salpicones, patadas, golpes con los brazos. Todo envuelto en una ansiedad y nerviosismo desesperantes. Era la pura lucha por la supervivencia.

Llevaban nadando veinte largos minutos. Habían salido al alba, antes de la llamada a la oración de las mezquitas. Esas horas tan tempranas hacían que el agua estuviera helada. Pero a Pascal le daba igual. Sólo miraba al horizonte y pensaba en la tierra prometida, esa con la que había soñado desde que era un zagal. Creía que merecía una vida mejor. Se lo debía a él mismo. Y a Abiona, su madre, que tanto cuidó de él cuando su padre le  atizaba junto al resto de sus hermanos. Su esfuerzo también iba por ellos, quienes murieron debido a la carestía de alimentos de su Nigeria natal. Anhelaba una casa, formar una familia y tener un trabajo. Le encantaban los coches, con lo que entre brazada y brazada pensaba que quizás podría trabajar como mecánico. Nadaba y soñaba. Soñaba y nadaba.

Seguía dando brazadas. No iba a parar hasta la extenuación. En ocasiones tenía la sensación de que el grupo nadaba sin rumbo con la única referencia de las luces que asomaban en el horizonte: debía ser España. Eso le dio energía. Energía que duró poco. Pascal vio  cómo sus compañeros empezaban a proferir gritos de auxilio. Muchos de ellos no sabían nadar y tragaban ríos y ríos de agua. Casi no veía sus caras negras camufladas en el oscuro mar, pero intuía sus muecas de angustia y de dolor. Giró la cabeza y vio como decenas de compañeros iban quedándose tras de sí perdiéndose entre las agitadas olas.

Dudó si prestar ayuda a los que se estaban quedando en el camino o seguir. La duda duró poco. De repente a sus espaldas y en la parte delantera del grupo aparecieron varias lanchas motorizadas. Tenían unos focos de luz deslumbrantes. “¡Ayuda, por fin!” pensó para sus adentros. Nada más lejos de la realidad. Las lanchas intentaban cortar el paso y disuadir a los nadadores de su meta. El grupo de inmigrantes se detuvo de golpe. Muchos de ellos se rindieron. Se dejaron coger. Pascal, en cambio, no tiró la toalla. Había salido hacía meses de su tierra y no iba a desistir. Su sueño estaba cerca. Decidió junto a otros tres compañeros salirse del grupo y meterse mar adentro. Una locura sin duda, justificada únicamente por las ganas de vivir. No podía echar la vista atrás. Eso sería letal. La supervivencia a veces requiere renunciar a la compasión y la ayuda al que lo necesita. El mejor homenaje que les podía rendir era intentar seguir nadando y llegar a tierra.

Consiguieron esquivar a las lanchas con lo que nadie se percató de su escapada. Pararon. Tomaron aire. No podían descansar en exceso ya que en breve saldría el sol. Siguieron nadando rumbo a España con más ahínco que nunca. Los 4 que quedaban eran grandes nadadores. De pronto uno de ellos, Yusuf, empezó a gemir. Le había dado un tirón y se estaba rezagando. Tenía el gemelo de la pierna derecha bloqueado. Bari y Oussman siguieron nadando. En un primer momento Pascal siguió avanzando, casi por inercia. Pero no podía olvidar a Yusuf, quien seguía gimiendo y pidiendo ayuda a escasos metros  de él. Decidió parar, no movido por un sentimiento de clemencia, sino porque si aspiraba a tener futuro lejos de la “inhumanidad” de su infancia, no podía empezarlo dejando morir a un compañero de travesía. Así que se giró, cogió a Yusuf y nadó con todas sus fuerzas cargando con su cuerpo.

Tras más de una hora de travesía, Pascal y Yusuf llegaron a tierra. Ni rastro de Bari ni Oussman. Al ser todavía de noche, pasaron desapercibidos. Deambularon agotados campo a través hasta que cayeron derrotados. Había valido la pena porque su sueño se había cumplido. Estaban en la tierra prometida. Abiona desde el cielo por fin sonreiría. Ahora tocaba empezar una nueva vida.

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