Frente a la repetición de los fracasos, en la Argentina se suele decir «nadie aprende en cabeza ajena». Pero si reflexionamos que la llegada del peronismo detuvo la evolución virtuosa del país y trajo consigo populismo, autocracia más corrupción y una importante porción del electorado continúa votándolo hace 80 años, la conclusión es que los pueblos a veces tampoco aprenden de su propia experiencia. Por eso en Buenos Aires no sorprendió demasiado el resultado de las recientes elecciones españolas. Que se vuelva a confiar en quienes no han resuelto los problemas principales que padece la sociedad es, sin duda, inquietante.
Antes de la llegada de Juan Domingo Perón a la escena política, la Argentina era uno de los países más prósperos del mundo; había desterrado el analfabetismo y su potencial económico despertaba admiración en la comunidad internacional. A mediados del siglo XX, el desembarco del peronismo significó el auge del fascismo que Perón admiraba y había aprendido y abrazado durante el tiempo en que se desempeñó como agregado militar en Italia. Entonces empezó una lenta transformación del sistema republicano liberal y el reemplazo de los valores tradicionales por una ideología autoritaria basada en la construcción de un estado grande que implicó desde una fuerte intervención en el ámbito de la economía y la producción, hasta una suerte de adoctrinamiento cultural que no se fue nunca.
Allá por los años 50 comenzó el paulatino deterioro; sin embargo, la población que fue perdiendo libertades, excelencia en el aprendizaje, posición económica y calidad de vida, continuó eligiendo peronismo. Se trata de un proceso que nadie termina de entender, pero cuyas secuelas el país arrastra desde hace décadas y hasta el presente.
Algo parecido parece ocurrir en España; ojalá sea una hipótesis equivocada. Pero, por lo menos, llama la atención que el PSOE y su cara más visible hayan obtenido un importante caudal de votos aún después de que los españoles soportaran durante los últimos cuatro años una administración deficiente que gestionó pobremente las sucesivas crisis: la pandemia con las agobiantes y arbitrarias restricciones impuestas a la población; la inflación, que volvió a golpear al ciudadano común; el paro de miles y miles de personas; la inmigración ilegal, que pasó de ser un tema marginal a convertirse en una compleja maraña de ilícitos que compromete hasta la seguridad de los habitantes; la profundización de todas las políticas tendientes a intervenir en la crianza de los más pequeños donde subyace un evidente ataque a la familia; el respaldo a todas las iniciativas impulsadas por los colectivos feminista y LGTBQ+ y la feroz campaña a favor de las políticas que impulsa la Agenda 2030 y que implica, entre otros males, el encarecimiento de todo, desde los automóviles hasta la comida.
Para un argentino es imposible no establecer un paralelismo entre ambos países frente a estos datos y preguntarse qué lleva a los pueblos a votar por personas y políticas que les arruinan la vida. Más aún cuando el daño es inmediato. El peronismo en Argentina como el socialismo en España han profundizado los problemas existentes y han creado nuevos. Son confrontativos, intolerantes y sectarios y estas características son la antítesis de lo que se necesita para componer el clima social.
En el plano político, ambos comparten un rasgo extremadamente dañino: son impredecibles. Esta característica los hace poco confiables porque les otorga el privilegio de no estar ceñidos a determinadas conductas o principios. En los hechos, eso se traduce en la imposibilidad del votante de conocer de antemano qué proyectos, leyes o iniciativas podrían o no acompañar, tanto en el ámbito legislativo como en la labor ejecutiva.
Así es como, tanto el socialismo como el peronismo y en esta descripción es tiempo de sumar a los populares, transitan sin dar explicaciones. Apelan a discursos demagógicos, vagos y generales para esconder las malas decisiones que toman en materia económica y cuyos resultados los padece el hombre común, mientras buscan culpables que nunca son ellos; es la guerra iniciada por Rusia contra Ucrania, es el empresariado que, con su afán de lucro, alimenta la inflación y hasta endilgan responsabilidades a la oposición por no alinearse mansamente a las políticas oficiales y exponer una mirada crítica.
No se hacen cargo de las consecuencias de esas medidas; demonizan a quien denuncia el aumento de la criminalidad y el delito, el crecimiento indiscriminado de la inmigración ilegal, la pretensión de cambiar la historia o la deformación de la niñez a través de procesos invasivos irreversibles. En suma, niegan la autoría del deterioro institucional del país.
Hoy España está en una encrucijada similar a la que se le puede presentar a la República Argentina en octubre próximo, cuando se produzca el recambio de legisladores y autoridades nacionales. Sin definiciones ideológicas claras es esperable lo que viene pasando: acceden personas desconocidas, sin trayectoria política o de pasados cuestionables que luego, en el ejercicio de la función, hacen acuerdos con otras fuerzas privilegiando sus intereses personales y relegando la defensa de determinados principios. La consecuencia de esta conducta es la legitimación política de elementos nocivos para la sociedad, cuyas historias están atadas al terrorismo que, en un pasado no tan lejano, bañó de sangre uno y otro país. El kirchnerismo llevó al poder a miembros de las células guerrilleras que azolaron la Argentina durante la década de los 70, del mismo modo que ciertos burócratas españoles negociaron y negocian hoy con representantes de la temible organización terrorista ETA.
Este mecanismo perverso de la política, que viene ocurriendo tanto en España como en la Argentina, es posible cuando los valores morales son laxos y, por lo tanto, negociables. Nada tiene que ver con la búsqueda de consensos, con diálogo o con una actitud virtuosa que propone el entendimiento por sobre el enfrentamiento. Hay expresiones políticas que hoy visten el ropaje de la democracia pero aún reivindican la lucha armada, los asesinatos cometidos y la barbarie perpetrada en sus épocas de insurgencia. Con esos agentes el sanchismo parece dispuesto a intercambiar prebendas a cambio de los votos que signifiquen la diferencia entre obtener o no la investidura.
Al Partido Popular, por su parte, también le cabe gran parte de la responsabilidad de la situación actual. Demonizar a VOX a lo largo de toda la campaña y apelar al «voto útil» confundió a la población y debilitó el verdadero, el único polo opositor a la suma de socialismo, etarras y separatismo. Ahora tendrá que elegir aliados entre un abanico de formaciones cuyos principios no comparten ni un poco.
Rechazar la firmeza de ideas fue la trampa en la que cayó el PP de la mano de Alberto Núñez Feijoo y las consecuencias lucen más que difíciles. «Cuando el relativismo moral se absolutiza en nombre de la tolerancia, los derechos básicos se relativizan y se abre la puerta al totalitarismo» dijo el Papa Benedicto XVI y hoy la foto de España parece darle la razón.