Da igual que seamos del PP de Aznar, del Vox de Abascal, de los liberales de Aguirre, o de los conservadores de quién sabe quién. Nuestro programa político apenas ha mudado desde entonces. Pero siempre hemos sido, para el griterío izquierdista, un peligro para la democracia. Siempre hemos tenido la culpa de todo: desde los muertos del 11-M hasta el vil asesinato de La Coruña. Siempre hemos sido extremistas, peligrosos, y horriblemente fascistas. Nosotros. Precisamente. Los de la libertad de expresión, los de la buena educación, los de la caridad, la justicia, la verdad, y la paz. Los de la misa del domingo y el pincho de tortilla con los amigos, a los que no solemos pedir el carnet de afiliación ideológica. Los de la familia numerosa y ese montón de niños exigidos. Los del madrugón de las seis, las diez horas de pico y pala, la lealtad al Rey, y el apoyo inquebrantable a la Constitución. Nosotros. Los de los viejos valores que otros llevan años dinamitando, por si acaso suenan cristianos; esos que incluyen el respeto a la vida de los demás, la defensa de los débiles –también a los no nacidos-, la igualdad ante la ley, y la unidad y concordia nacional. Nosotros. Los que no salimos a las calles ni a protestar por no estropearle el derecho a la siesta a nadie que no comparta nuestra cantinela. Nosotros somos los peligrosos. Pereza infinita.
Así, siempre ha sido urgente acordonarnos y echarnos de los parlamentos, a cualquier precio, porque tenemos la sucia costumbre de, cuando nos dejan –sin volarnos trenes, quiero decir- sacar mayorías absolutas, al menos desde que España comprendió que lo peor del felipismo no era la corrupción, sino el socialismo, siempre sinónimo de ruina. La libertad crea prosperidad, en la misma medida en que el socialcomunismo arruina a las naciones, despluma a las familias, y aniquila a las clases medias. Nosotros, que aún creemos que el individuo toma mejor sus propias decisiones que la masa encolerizada y teledirigida.
Cada vez más españoles se están volviendo impermeables a la retahíla de acusaciones estúpidas, y se atreven a mirar a la realidad cara a cara
Y todavía hay quien se inquieta. Hay partidos enteros que viven bajo la angustia de la presión mediática, y oscilan como marionetas, maquillan sus ideas, y tratan por todos los medios de agradar al que nos señala. Ocurre que, a menudo, el que nos señala es el mismo que apedrea mítines, que cerca nuestras sedes en las jornadas de reflexión, que incendia las calles por un rapero violento encarcelado o por un referéndum ilegal, que odia nuestra nación, que atenta contra nuestra policía, o que pretende aprobar una Ley de Seguridad Nacional que parece ideada por Maduro y Castro después de seis horas de botellón.
Nos han pretendido de rodillas durante demasiado tiempo. Hoy hay en Vox una excusa para el escarnio, pero no es distinta a la que hubo con Aznar, cuando tras el Prestige y la guerra Irak, para las masas movilizadas y manipuladas, el expresidente representaba el fascismo puro que ahora –corta la memoria- se atribuye a Santi Abascal. Tampoco Rajoy se libró de la inverosímil acusación de extremismo aquel 1 de octubre. Siempre es, y en este caso dan igual las siglas y los nombres, la derecha.
Ha de haber un fascismo para que el antifascismo pueda sobrevivir. Y si no lo hay, se lo inventan
No lo entenderá quien desconozca que la izquierda nace a la contra, vive a la contra, y solo se reproduce a la contra. De otro modo, sus obsesiones y locuras identitarias tendrían el mismo éxito electoral que las pretensiones anti-cárnicas de un partido animalista. Por lo demás, da igual que sea imposible localizar un solo fascista en el Congreso, y que haya a cambio más de medio centenar de comunistas. Al socialcomunismo español solo le importa la dialéctica de enfrentar entre buenos y malos, entre ricos y pobres, entre mujeres y hombres. Ha de haber un fascismo para que el antifascismo pueda sobrevivir. Y si no lo hay, se lo inventan. En ese aspecto es fácil ser izquierdas. Puedes construir tantas realidades paralelas como necesites para alcanzar tus objetivos.
La catalogación y la división es el único lenguaje político que prevalece en el discurso progresista, quedando la realidad relegada al búnker mediático, al que solo accede quien se lo propone, o quien ya ha sido lo bastante expoliado en sus propias carnes como para no dejarse envenenar por consignas simplistas. Tal es el milagro de la izquierda: hacer oposición a la oposición desde el Gobierno.
Pero, al paso del tiempo, como no es posible que tengamos la culpa de todo siempre y en todas las ocasiones, y como la verdad flota tarde o temprano, cada vez más españoles se están volviendo impermeables a la retahíla de acusaciones estúpidas, y se atreven a mirar a la realidad cara a cara. Y es ahí, bien cerquita de la verdad, donde se juega el único partido que importa para España. Ha terminado el tiempo de vivir de rodillas. Defenderemos nuestras ideas, que creemos mucho mejores para el país, con orgullo, sentido del humor, sencillez, y una desesperante dosis de serenidad. Con la cabeza bien alta, la sonrisa bien larga, y sin hacer mucho el gilipollas.