Sí, ya sé que Bashar Al-Asad ha sido un carnicero. Como su padre, por cierto. Pero recuerden la frase atribuida a Kissinger: «Es un hijo de puta, pero es nuestro hijo de puta». Parece que la dijo sobre Anastasio Somoza hijo (1925-1980). Aunque aparentemente la tomó prestada de Roosevelt, que ya la dijo sobre Anastasio Somoza padre (1896-1956), ambos dictadores de Nicaragua.
En política internacional deberíamos aplicar una variante de tan conocida frase y ruego me perdonen los lectores de LA GACETA: más vale hijo de puta conocido que hijo de puta por conocer. Porque el régimen de Bashar Al-Asad se ha desmoronado al final como un azucarillo. Como ocurrió en su día con la democracia en Afganistán. Cuando las mujeres afganas se quejan ahora del recorte de libertades, siempre recuerdo que sus maridos —o hermanos— corrieron hasta Kabúl.
Pero lo que más me sorprende es la condescendencia de la prensa occidental, incluida la española, sobre los nuevos gobernantes. La mayoría titula por los «rebeldes» como si fuera una película del Oeste. Al fin y al cabo, al principio de a Guerra Civil americana, los yankees también llamaban «rebeldes» a los sudistas.
Muy pocos medios hablan de «islamistas» o «yihadistas» que es, en el fondo, lo que son. Incluso alguno pretende tranquilizarnos diciendo que quieren instaurar un «califato» sólo en Siria. ¡Estamos de suerte! Un Afganistán en Oriente Medio. A las puertas de Europa.
Hasta Israel debería estar preocupado a pesar de la satisfacción con que se ha acogido la caída de su archienemigo. Ahora están rodeados: Hezbolá en el Norte, Hamás en el Sur y el nuevo régimen sirio en el Este. Tienen la suerte al menos de no haber devuelto los Altos del Golán.
Porque en materia de relaciones internacionales se puede aplicar también aquella otra máxima de que en política todo es susceptible de empeorar. Al fin y al cabo Al-Asad era el último representante del panarabismo que gobernó muchos países a partir de los años 50. Nasser en Egipto, Gaddafi en Libia, Sadam en Irak, Ásad en Irak. Sí, eran nacionalistas pero no islamistas. Al contrario, más bien eran una corriente laica.
La Primavera Árabe acabó con lo que quedaba de ellos. Como el dictador libio. Aunque ahí también contribuyeron Francia (Sarkozy) y el Reino Unido (Cameron); que lo bombardearon porque un intelectual francés, André Glucksmann, se empeñó en ello.
Desde luego Gadafi era también un hdp. Basta recordar el atentado de Lockerbie. Y yo he estado en el pequeño cementerio de esta localidad que acoge los restos de los habitantes muertos por la explosión de aquel avión de la Pan Am.
De paso, todo hay que decirlo, Muamar el Gadafi se llevó muchos secretos a la tumba. Como la supuesta financiación de Sarkozy. Un día Josep Piqué me contó cómo le hizo esperar horas en una de sus tiendas —iba en representación de todos los ministros de Exteriores de la UE— hasta que amenazó con irse. Sin duda estaba como un cencerro.
Sin embargo, tampoco hace falta que les diga cómo está ahora Libia: seguramente mucho peor. Nos fiamos, en cierta manera, de la Primavera Árabe. Creímos que se iban a instaurar regímenes democráticos. Fue un fracaso. El único que quizás se salvaba era Túnez pero ya ni eso.
Por eso, tiendo a ver el vaso siempre medio vacío. Bashar al-Asad, oftalmólogo de profesión que no tenía entre sus planes suceder a su padre, era un hijo de… pero espero que no acabemos añorándolo. Incluidos los propios sirios. Un vacío de poder se rellena, con frecuencia, por uno mucho peor.
Además, no conozco ninguna revolución que haya acabado en un sistema democrático. Con excepción de la revolución americana, que no fue una revolución, sino una guerra de independencia. Basta ver, en el siglo XX, la revolución islámica en Irán o la revolución argelina. Crucemos los dedos.